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Tres años después de la muerte de Aranguren

José Luis López Aranguren murió el 17 de abril de 1996. Hacía, creo, un par de años que no le veía y, por lo que supe, la muerte no le ahorró sufrimientos. Pero yo siempre le conocí alegre y lleno de vida. Cuando murió me dije que debía saldar una deuda que tenía con él, pero, por diversas razones, lo he ido aplazando y es ahora, cuando su nombre ha saltado a los periódicos, envuelto en un halo de polémica, cuando aquel compromiso íntimo que adquirí con él reclama sus derechos. En octubre de 1971 llegué a la Universidad de California de Santa Bárbara y, aunque mi marido tenía una beca bastante honrosa, para que yo me matriculara en la universidad se necesitaba una buena suma de dinero, que desde luego no teníamos, por lo que los primeros días nos pasamos yendo de aquí allá en el campus universitario, tratando de conseguir una matrícula gratuita para mí y alguna clase de trabajo. Las cosas se arreglaron de forma casi mágica. En el departamento de español y portugués, donde ejercían labor docente Arturo Serrano-Plaja, José Luis L. Aranguren y Jorge de Sena, entre otros, me pusieron todo tipo de facilidades y conseguí la beca para la matrícula, y conseguí un puesto como profesora de Lengua española. Por primera vez, estudiaba literatura -y literatura hispánica, precisamente en Estados Unidos-, ya que desde los 14 años me había hecho mucha ilusión creer lo que alguna vez me habían dicho sobre mi capacidad para las matemáticas, error que, a fin de cuentas, ya ha dejado de pesarme, pero que retrasó muchas lecturas de importancia, a la vez que, eso es verdad, me hizo acercarme a la literatura de una forma caótica e intuitiva que en realidad ya tampoco me pesa.El caso fue que en el departamento de español me encontré con dos profesores diametralmente distintos entre sí, Arturo Serrano-Plaja y José Luis L. Aranguren. Las clases de Serrano-Plaja eran intensas, apasionadas. Pero con los alumnos era distante. El trato personal que yo tuve con él mientras estuve en California fue mínimo pero definitivo. Fue él quien me aconsejó con una convicción que no pude discutir que me dedicara de lleno a la literatura, en lugar de extraviarme por senderos lingüísticos que yo, con mi viejo vicio matemático y racional, había medio emprendido. Por lo demás, ya por carta, yo de regreso en Madrid, fue mi asesor literario, si puede decirse así. Gracias a él, me tomé en serio la sintaxis, pues si bien me dijo en una ocasión con toda solemnidad que yo era escritora, inmediatamente añadió que, antes de nada, tenía que aprender a escribir.

Murió Serrano-Plaja y tuve la oportunidad de escribir un texto sobre él en un libro que la editorial Taurus dedicó a su obra y a su vida, bajo la dirección de José Luis Cano. Poco después, Aranguren me llamó y me felicitó por el texto. Le había emocionado. Aranguren también me había llamado cuando publiqué mi primera novela y me había felicitado con vehemencia. De hecho, mi relación con Aranguren había sido, desde el principio, muy distinta a mi relación con Serrano-Plaja. Sus clases eran muy informales. Aranguren nos empujaba a hablar, a opinar. La materia, la literatura española contemporánea, era una excusa para establecer debates que él avivaba con su característica ironía. A Aranguren le encantaba hablar con los estudiantes, dentro y fuera de las aulas. Acudía a nuestras casas en los partys de fin de semana y parecía feliz de encontrarse entre nosotros. Se diría que aún esperaba aprender algo de la juventud, que quería comprenderla y conocerla más. Le gustaba bromear, pero siempre con jovialidad. Jamás escuché de él una palabra ácida en contra de alguien. Todo lo contrario. Si hay algo de aquellas conversaciones que se me destaque en el recuerdo era la imperiosa tendencia de Aranguren a rescatar siempre algo bueno de los demás. Su mirada curiosa, después de la broma, nos devolvía una gran benignidad, una profunda generosidad. De regreso a Madrid, lo vi en alguna cena nostálgica del tiempo californiano. Ya en el entorno madrileño, menos dulce que el californiano, la actitud de Aranguren aún llamaba más la atención. Nunca le oí expresar una queja contra nadie, mantenía ese talante generoso y abierto que nunca le abandonó y que en muchas ocasiones ha sido para mí un punto de referencia. Cuando escribí mi primera novela, se la envié y él la envió a su vez a un par de editoriales. También envió a algunas revistas artículos míos que, en su opinión, deberían publicarse. No tuvimos éxito, y tanto la novela como los artículos fueron devueltos.

Años más tarde, TVE quiso dedicar a Aranguren un capítulo de un programa del tipo Ésta es su vida, y Pilar, una de las hijas de Aranguren, me preguntó si yo quería participar como representante, quizá, de aquella época californiana de la que Aranguren siempre hablaba con entusiasmo. El programa, que, por cierto, creo que no se llegó a emitir, se grabó en Barcelona y, de vuelta a un Madrid de calor aplastante, Pilar, que había dejado el coche en el aeropuerto, insistió en llevarnos a todos a nuestras casas. Primero dejamos a Sonsoles. Luego, a Aranguren, en su modesto chalet de Aravaca. Nos bajamos y nos despedimos de él, pero él no quiso entrar en casa. Permaneció junto a la cancela. Me dijo Pilar: Siempre hace lo mismo, no entra en casa hasta que el coche dobla la calle. Efectivamente, así fue. Justo antes de tomar la curva, las dos volvimos la cabeza. Allí estaba Aranguren, de pie, junto a la cancela. Sonreía y movía la mano en un gesto de adiós. Y ésa fue, creo yo, la última vez que le vi.

Desde que me llamó para felicitarme por el artículo que yo había escrito sobre Serrano-Plaja, adquirí el compromiso íntimo de escribir algo sobre él, porque han sido muchas las cosas que me enseñó, aun cuando él jamás se hubiera atribuido esa virtud, la de enseñar, y casi ninguna otra. No se consideraba un hombre irreprochable y en eso residía su grandeza. Se creía débil y lleno de limitaciones, no se sentía el modelo de nada. Era magnánimo con las debilidades y errores de los demás y evitaba los juicios personales. Era cristiano y, quizá por eso, se sintiera siempre culpable y pecador. Cuando dejaba caer un comentario sobre la culpa y el perdón, yo no podía evitar mirar la pequeña medalla de oro que pendía de una delgada cadena que siempre llevaba al cuello.

Lo conocí como profesor de Literatura, por lo que propiamente no puedo llamarme discípula suya, sino alumna, y alumna de una materia en la que él no era especialista ni presumía de serlo. Pero era un excelente lector y un extraordinario provocador de discusiones. Pero lo que me enseñó está por encima de los debates que se establecían sobre los textos que leíamos en sus clases. Si algo me gustaría decir que aprendí de

él es una benignidad esencial hacia las debilidades y errores de los otros, a aceptarlos como parte de la compleja y difícil vida, a remitirlos a la parte más íntima de las personas, esa parte que los otros nunca pueden conocer del todo y por tanto tampoco se puede juzgar con rigidez. Lo cual no significa de ningún modo ausencia de principios. Todo lo contrario. Esa actitud de comprensión, de saberse débil y limitado, era su ética, y no juzgar a los demás con arrogancia y superioridad formaba también parte de ella. Y la raíz de esta misma ética fue lo que le hizo evolucionar y comprometerse con los movimientos que, en plenos años sesenta, reclamaban la apertura del régimen franquista hacia la democracia, lo que le valió ser apartado de la cátedra y la implícita declaración de persona non grata, honor que, según sé, sólo compartió con los profesores Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo.Lo recuerdo de pie, junto a la cancela del pequeño jardín que rodeaba su casa, con la mano levantada, agitándose en el aire, sonriéndonos, deseándonos felicidad. No quería entrar en la casa hasta que el coche desapareciera de su vista. Se quería quedar allí, aprovechar hasta el último momento, acompañarnos hasta ese segundo en que el coche dobló la esquina y él dejó de vernos. ¿Por qué hacía eso?, me he estado preguntando estos días. Quizá quería decirnos que él seguiría allí, a nuestro alcance, junto a la cancela, que nos esperaría siempre, que nos recibiría siempre, que nunca nos daría la espalda. Ojalá que esa enseñanza haya penetrado en mí, porque me gustaría ser, no como aquellos que cultivan la parte más ruin y mezquina de su ser y se complacen en señalar en público los defectos y errores ajenos con dedo inquisidor y tono prepotente, sino como aquellos que, según hacía Aranguren, se ejercitan en la generosidad y, en caso de tener que decir públicamente algo sobre alguien, siempre saben rescatar alguna virtud.

Soledad Puértolas es escritora.

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