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LA CRÓNICA Todas las ciudades de Kafka MONIKA ZGUSTOVÁ

Monika Zgustova

"He construido la madriguera y parece que no ha quedado mal. Desde fuera sólo se ve un gran agujero, pero en realidad no conduce a ninguna parte". Al entrar en el espacio de la exposición La ciudad de K., tengo la sensación de hallarme en una madriguera, tal como la describe el escritor pragués en su relato homónimo. Entrar en la sala de la exposición es sumergirse en un estrecho túnel de piedra, una especie de pasaje cavado por un gran topo, en un laberíntico pasillo subterráneo o enredada cloaca. Por sus paredes fluyen las imágenes deformadas del barrio antiguo de Praga, donde hace un siglo habitó Franz Kafka. Entro cuando faltan pocos días para la inauguración, y de los lógregos recovecos del túnel llegan toda clase de sonidos misteriosos: golpes, zumbidos, susurros y exclamaciones, de vez en cuando centellea un martillo o relampaguean unos alicates. Parece la construcción de la muralla china -otro relato kafkiano- en la oscuridad. De la pared de la derecha se abalanza sobre mí la imagen de un gigantesco señor bigotudo, el padre de Kafka. "Tu simple corpulencia me oprimía", le decía el hijo en la Carta al padre. "Recuerdo cuando, en los baños, nos desnudábamos juntos en la cabina. Yo magro, débil, flaco; tú alto, valiente, ancho de espaldas. Dentro de la cabina yo me derretía de vergüenza, no sólo ante ti, sino ante el universo entero, porque eras para mí la medida de todas las cosas". Una voz masculina truena desde el techo; no sabría distinguir si es la del despótico padre, la del sacerdote en el umbral de la catedral, en El proceso, o la del Dios judío, pavoroso porque siempre reprocha y nos abruma de culpa, esa culpa terrible porque es impalpable, la culpa que acaba aturdiendo la frágil mente de Kafka. Avanzo por el tortuoso pasillo, que podría ser una de las tenebrosas callejuelas del barrio judío de Praga, esa Praga donde, en la época de Kafka, convivían diferentes tradiciones: la eslava, la judía y la alemana; unas se expresaban en checo, otras en alemán. Pero también podría ser el laberinto que se esconde bajo el pavimento de la ciudad, conocido únicamente por los rabinos, alquimistas y magos de la corte del rey Rodolfo II en el siglo XVII, e intuido por Kafka. Avanzo por el pasillo y me parece percibir el aroma del barrio de la kafkiana Ciudad Vieja, un olor a rancio, a bodega, a subsuelo, a humedad centenaria y al misterio que se desprende de las tinieblas más allá de los umbrales: olor a laberinto subterráneo. Avanzo... y sé bien que mis pasos me llevan por los senderos de la mente de Kafka, clarividente y opaca a la vez. De repente, alguien me habla; es la voz de Juan Insúa, el lúcido cerebro de esta soberbia recreación del universo kafkiano, de la excelente exposición que es La ciudad de K., que estos días puede verse en el CCCB. La voz de Juan me anuncia que salimos del primer mundo subterráneo, el acuático, de la adolescencia de Kafka, para entrar en el subsuelo último de su mente adulta. La voz de mi acompañante va perdiéndose entre los gritos de los técnicos que instalan la exposición, los audiovisuales en prueba que se mezclan unos con otros, y con el altavoz que grita: "Paco, ¿dónde estás, hostia? ¡Necesito la taladradora!", a medida que nuestros pasos avanzan entre múltiples botes de pintura, cajas de cartón y hojalata, alicates gigantescos y herramientas multicolores. Como un eco de mi imagen mental emerge de la oscuridad una voz de mujer: "¡Aquí todos parecemos representar la colonia penitenciaria!". Saludo a Carolina Casajoana, que, junto con Carles Guri, diseñó esta exposición, o mejor dicho esta artística instalación que, como toda gran obra de arte, tendrá tantas interpretaciones como público la visitará. Avanzamos entre montones de carbón, representación de los pulmones tuberculosos del escritor, pasamos entre ficheros de oficina, altos y metálicos, fríos y opresores, símbolo de la vida diurna de Kafka; su vida nocturna era la literatura. Y ya llegamos a un laberinto construido de maderos, puntales y otro material de andamio. Entonces no puedo dejar de pensar en los vetustos andamios de Praga, esos andamios de madera astillada que, durante medio siglo, se convirtieron en parte íntegra del paisaje de barrios enteros, en los pilares que parecían soportar la postrada capital checa. Kafka lo había previsto, como tantas otras cosas. "Es la recreación del cuento La madriguera, con el ronquido del animal", dicen Carolina y Juan, pero al mismo tiempo, la respiración de los callejones de la mente de Kafka, y de cualquier mente humana habitada por el desasosiego. Salgo a la calle y constato que las calles y los habitantes del barrio chino barcelonés son la prolongación del tortuoso e impenetrable mundo kafkiano, que no sólo Praga sino también Barcelona es kafkiana, y que posiblemente lo sean todas las ciudades del mundo.

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