Un paseo en barca
El festejo cumbre del curso político en el País Valenciano era -y ha sido- el debate parlamentario de investidura del presidente de la Generalitat. En esta ocasión, y a pesar del ritual establecido y sobradamente conocido, concurría una novedosa expectación, no obstante estar cantado el resultado del lance dialéctico. Se trataba de constatar cuántas cabezas de diferencia -como mínimo retórica- sacaría el candidato popular, Eduardo Zaplana, al principal representante de la oposición, Antoni Asunción. Y, al tiempo, verificar los progresos de éste último con respecto a la grisácea campaña electoral que acaba de protagonizar. Pues bien, dicho con la mayor piedad posible, el molt honorable en funciones ha dejado clavado desde el primer instante a su primer competidor, lo que no ha conseguido con el segundo, Joan Ribó, de EU, a quien hubo de reconocerle expresamente la coherencia del discurso. También es verdad que echarle una flor a tan lejano como ajeno crítico es una cortesía incluso rentable. De lo cual se desprende que el PSPV no sólo tiene un problema orgánico e ideológico -de falta de ideas quiero decir- exclusivamente, sino de liderazgo, aunque quizá sea todo una misma cosa. Y eso no es bueno para la fisiología democrática, por más que cierta clientela del PP celebre la debacle del socialista. Ni siquiera Zaplana puede refocilarse -y no lo hace- por la falta de un interlocutor acreditado. No es objeto de estas líneas pormenorizar el meollo de los discursos. Pero, a modo de corolario, alguna nota merecen los desgranados en el hemiciclo de las Cortes. En lo tocante al presidente ha de admitirse que compareció con los deberes hechos, sin otro margen de improvisación que el exigido por los turnos de réplica, en los que, a fuer de sinceros, se las pusieron como a Fernando VII. Dicen que está en gracia para todo cuanto hace y toca. Entiendo que, además de sus aptitudes, está muy metido en la faena, se siente sobrado de argumentos y hasta echa mano de la ironía, lo que suele ser letal en las dosis que aplica. Asunción no olvidará los afilados requiebros que le dedicó. Por otra parte, su sermón ha sido un memorial de compromisos políticos, sociales y económicos que, de ejecutarse, determinan un cambio sustancial de este país. Al pairo de su pastoral hemos de creer que nos abocamos a un cuatrienio estelar de nuestra historia colectiva en el que toda prosperidad tendrá su acomodo. Estaremos bien comunicados, por fin, con el mundo y los perros se atarán con longanizas. No volveremos a engañar con encaje de bolillos a la Unión Europea a propósito del Objetivo Uno porque ya seremos, y ahora de verdad, una región pionera en la que ni siquiera serán problema la anorexia y la bulimia. Y confiemos que tampoco lo sea la ayuda a Hispanoamérica, que ignoro si fue citada con intención aviesa. Todo eso ha sido dicho y de ello queda constancia. Si no es un brindis al sol, es una faena de riesgo que emplaza al ayer candidato ganador. Del otro ya queda apuntado lo esencial de su tránsito por el hemiciclo. Lo tenía peliagudo y así se lo admitió Zaplana. Agravó su desairada posición enzarzándose en un cuerpo a cuerpo del que únicamente podía salir amoratado, como salió, en definitiva. En ningún instante definió su mensaje diferenciado ni acertó a elegir los puntos débiles del contrincante. Daba la impresión de haber emergido desde una paramera indocumentada e imaginativamente roma. Tiempo tiene para rectificar y utillarse de los necesarios asesoramientos. Hoy por hoy sólo es una pera en dulce. Eran las dos de la tarde cuando el presidente electo citaba a Tony Blair y a Schröder, que tanto valen para un roto como para un descosido, cuando poco antes había soslayado juiciosamente mencionar a un tal Charles Taylor que, al decir de los enterados, es profesor de la Universidad canadiense de McGil y autor de La ética de la autenticidad. Lo dicho: a Zaplana le sobraron mimbres y no machacó más por simple condescendencia. En adelante no lo tendrá tan fácil si ha de cumplir la mitad de sus compromisos con el vecindario.
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