Almunia boxeará con su sombra
La renuncia de los dos principales grupos minoritarios caracterizados como tales dentro del PSOE (la corriente Izquierda Socialista y la tendencia encabezada por Alfonso Guerra) a presentar ante la Comisión Ejecutiva un aspirante, propio o común, para ser designado candidato presidencial en las próximas elecciones generales ha dejado el campo libre a Joaquín Almunia; el secretario general ha sido propuesto por Rosa Díez (mencionada durante las semanas anteriores como eventual candidata gracias a su buena campaña en las europeas) y por otros 25 miembros del Comité Federal. La extraña abulia manifestada por los dos sectores críticos a la hora de proponer aspirantes no implica, sin embargo, conformidad alguna con el nombramiento de Almunia; el patriotismo de partido que suelen suscitar las inminencias electorales tampoco les ha llevado a silenciar sus discrepancias respecto al procedimiento de designación: Izquierda Socialista como corriente y un número indeterminado de guerristas utilizarán el próximo 24 de julio, en el Comité Federal, el voto en blanco para exteriorizar su oposición y para recontar sus fuerzas. Pero las justificaciones esgrimidas por los dos sectores críticos para que Almunia se vea forzado a boxear dentro de diez días en el Comité Federal con su propia sombra, en vez de combatir contra rivales de carne y hueso dispuestos a encabezar las listas del PSOE en las próximas legislativas, no están demasiado claras. Si bien Izquierda Socialista aceptó en principio el procedimiento de urgencia aplicado para designar candidato (previsto, por lo demás, en el reglamento de las primarias) ante la posibilidad de una disolución anticipada de las Cortes, su apuesta a favor de su elección por todos los militantes es inequívoca. Sin embargo, las ásperas críticas lanzadas por los dirigentes guerristas contra las primarias celebradas en abril de 1998 y su encendida defensa del ritual tradicional que asignaba formalmente el nombramiento del candidato a los órganos del PSOE (y materialmente a las negociaciones secretas entre unos cuantos notables) ponen de relieve la incoherencia de Guerra, que hace pocos días justificó su negativa a competir el 24 de julio por la candidatura presidencial con el argumento de que la decisión no sería tomada -como él desearía- por todos los militantes en unas primarias, sino por los 220 miembros del Comité Federal elegidos por el 34º Congreso y por las distintas federaciones.
Los dirigentes de Izquierda Socialista explican honradamente su espantada por la imposibilidad de pactar un candidato común con los guerristas y con el sector borrellista disconforme con su líder en este asunto (Borrell ha anunciado su respaldo a Almunia); bienhumoradamente, Antonio García Santesmases compara la eventual confrontación entre su solitario candidato y Almunia con un partido entre el Numancia y el Barça. La seguridad de la derrota también explica que los guerristas no hayan encontrado voluntarios dispuestos a encabezar un combate perdido de antemano; la inicial dejación de sus responsabilidades por Guerra en esta materia excluía los llamamientos moralizantes de sus secuaces a plantar cara en defensa de los principios o de la dignidad. Y, si los sentimientos de autoestima hubiesen prevalecido pese a todo sobre el instinto de autoprotección, la designación del paladín de su honor en el Comité Federal le habría creado al guerrismo grandes dificultades para seguir manteniendo esa ambigüedad ideológica que oculta su naturaleza clientelar. Entre los posibles candidatos guerristas figuraban Francisco Vázquez (propagandista de los centros educativos del Opus Dei y diputado dispuesto a renunciar a su escaño antes que votar el cuarto supuesto de la ley del aborto) y Matilde Fernández (defensora de la escuela pública y promotora de esa legislación despenalizadora): de haber resultado elegido aspirante el alcalde de A Coruña, el izquierdismo guerrista habría mostrado su verbalismo; de serlo la ex ministra, el guerrismo de derecha habría quedado sin coartada. Así como las momias se pulverizan al entrar en contacto con el aire fresco, así las simulaciones ideológicas -de las que Alfonso Guerra ha sido maestro- se desintegran al bajar a la arena de la competición política.
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