Se va
Voy a escribir sobre Jan Hartman y el nómada ahora que mi amiga se va, vuela ya hacia la capital de Angola, después de haber consumido sus cuatro años barceloneses como encargada de prensa y de los asuntos culturales del Consulado americano en Barcelona. Voy a escribir la nota encima de estos dos carnosos colchones de muelles que le sirven de mesa, porque todas las mesas de la casa, un sólido ático barcelonés con vistas a los álamos del Turó Park, están ya en el camión de las mudanzas, allí donde la vida de uno ocupa poco menos de un tercio, un tercio de camión una vida, como escribía Rosa Montero hace años, tantos que no sé si era entonces Rosa Montero. El camión partirá con sus cosas hacia Amberes. Ya sé que esta palabra segrega hilos de sueño, pero eso no es todo: en el puerto de Amberes, inmensos almacenes guardan lo que el cuerpo diplomático americano, en tránsito por el mundo, va dejando: viejos muebles con los que sus propietarios esperan construir algún día una nueva y definitiva vida mortal. Allí, hasta el puerto cernido por la bruma, viaja lo que Jan no necesitará en Luanda, lo que fue acumulándose desde que salió de Florida, camino de Buenos Aires, Londres, Copenhague, Gabón, Santo Tomé, Managua, Mogadiscio, Washington y Barcelona. En realidad, en Luanda no necesitará de nada: si necesitara un médico para un asunto que ha de resolverse en menos de diez horas, no lo tendría: diez horas tarda en llegar el más cercano avión/ambulancia. Uno ha de enfermar con mucha parsimonia en Luanda. Menos que nada necesita: el país está en guerra y Jan no va a poder moverse en un radio superior a unos pocos kilómetros. Es en esos países donde suelen decirle a la bonita Jan: "Tú eres buena y simpática, pero eres americana y tienes una diana en tu corazón. Una peculiaridad muy personal completa su target de visita: se dedica a los asuntos culturales. Lo primero que queman las turbas son los centros culturales: es decir, su despacho. Luego, ya entrenados, caminan dando muchos gritos por la avenida que conduce hasta la embajada. La última vez que Jan llevó una vida amueblada fue en Barcelona. Ahora se va y aquí empezó todo. Llegó en el 72 después de haber jurado que no vendría nunca mientras estuviera Franco, como si España y yo fuéramos así, mistress. El pormenor izquierdista fue vencido por el amor: un catalán de origen toledano, hallado en Copenhague, que también había jurado. "Jamás viviré en Estados Unidos", juró. El catalán vive ahora con otra mujer en Estados Unidos y Jan planea regresar a Barcelona para envejecer aquí. Es mejor vivir y no jurar. En los setenta, sin embargo, vivió grandes experiencias: habitaba en una comuna de La Floresta, vendía cinturones en las playas de Sitges, compraba el Newsweek en las Ramblas (lo abría y casi siempre se encontraba con alguna página recortada) y veía Revista de toros, un programa de televisión. Sobre el caso del Newsweek, se pregunta ahora qué fue del hombre que recortaba las páginas peligrosas. También me lo pregunto yo y quisiera encontrarlo, y si lee esto puede llamar a esta redacción para colaborar, una vez más. En cuanto a Revista de toros, Jan veía su música. Las postrimerías suelen tener este carácter enloquecido. El programa lo llevaba la hija de Emilio Romero, más progre que su padre, que ya es decir. Antonio Ordóñez dormía lentamente a sus toros con Pink Floyd y Jan cerraba los ojos. En 1980 Jan cumplió treinta años y vio un anuncio. Quería una vida propia y eso estaba entre las ofertas. Así entró en la diplomacia. Su marido la siguió hasta su primer destino, en Gabón. Tuvo mucho mérito: era un país con tres teléfonos y él ingeniero de telecomunicaciones. Así empezó la rumba y esta tarde muy clara, casi visionaria, Jan Hartman, nómada y sin hijos, va diciéndose que nunca fue más que una criatura de su tiempo. Pero antes de que la melancolía y el bolero más negro acaben por devastar la tarde, yo digo lo que mi amiga aprendió de todo esto, y lo digo con sus palabras exactas, suenan como un verso, qué sentido tiene vaciar tu vida en este orgullo de decir yo soy de aquí. Y luego: Michel Caine y Sidney Poitier rodaban una película en África. Caine se acercó a su compañero, probablemente durante un crepúsculo por el que cruzaban manadas de cebras: -Sidney, ¿no sientes tus raíces? -Algo noto. Pero es improbable que atraviesen la suela de mis Gucci.
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