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Pobres

ADOLF BELTRAN Puede llegar a parecernos que forman parte del mobiliario urbano. Su tarea diaria consiste en vulnerar la indiferencia cortés que regula el anónimo circular de personas por la ciudad, pero han alcanzado ya un automatismo que casi les ahorra la acción de abordar al viandante con una llamada penosa a la conmiseración. Están allí, a la puerta del supermercado, en la esquina, junto a la farmacia, cumpliendo con discreción una jornada tediosa en su emplazamiento habitual. Hace días que desapareció la viejecita que extendía la mano con cara de pena, cerca de la plaza. Unos metros más allá, sin embargo, todavía se acurruca, madrugador, un hombre barbudo, curtido por la intemperie, poseedor de una bicicleta inverosímil siempre cargada de bultos. La mitología popular, que alientan de vez en cuando la policía y algún concejal, cuenta historias de mendigos ricos, de ancianas pedigüeñas con cifras millonarias en sus libretas de ahorros. A la prensa de derechas le encantan esas fábulas de pobres que no son pobres "de verdad". Se supone que forman parte del ejército de la mendicidad en "horario laboral", de los pobres profesionales, los pobres de día, por decirlo así. De noche, en las calles, cualquier requerimiento de ayuda, el "dame algo", suele tener, en cambio, un acento agrio de desesperación. Detrás de los mendigos hay biografías como pozos a los que nadie se asomará. Conozco un hombre que se sienta en la acera a las horas más peregrinas, coloca un cazo para las monedas junto a su perrito y canta con voz ronca baladas de Bob Dylan o de Lou Reed. Siempre me pregunto quién és, quién fue. No muy lejos, cotidianamente, alguien vende La Farola con amabilidad. Es un señor de pelo blanco, espigado, que nunca olvida ponerse corbata. Tal vez no lo sabe, pero es como el ángel caído, el arquetipo, de una clase de gente cuyo estudio llena páginas y páginas de trabajos sociológicos y de programas políticos contra la desigualdad. Da un cierto vértigo imaginar cómo bracean en la marejada de la marginación, cómo se aferran a los últimos restos de su dignidad todos esos "pobres con corbata" que nunca llegarán a pedir.

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