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Aprensiones

FÉLIX BAYÓN Es duro barruntar que en tu plato pueda haber un enemigo mortal. Que tu vida dependa de un envenenador anónimo e irresponsable, entendiendo por tal cualquiera de las tres acepciones que para esta palabra recoge el diccionario. Hace un año, eran los langostinos de Sanlúcar los que estaban bajo sospecha de llevar en su interior las pócimas mortales de Aznalcóllar. Luego, fueron los chanquetes, ese fruto prohibido de la Costa del Sol: los periódicos contaban que no sólo era ilegal traficar con ellos, sino que era muy peligroso comerlos; que -como si fueran jaco o farlopa- la clandestinidad les había condenado a la marginalidad y, por tanto, a la adulteración; que como conservante se utilizaba orina -"humana", aclaraban los periódicos- y que la salud de los consumidores estaba en juego. Este verano las sospechas no recaen sobre el elitista langostino de Sanlúcar ni sobre el proscrito chanquete malagueño. El sospechoso es ahora el pollo, ese animal con el que soñaba Carpanta cuando aún era un alimento aristocrático y que hoy es la más democrática de las proteínas, responsable de las buenas hechuras de los cuerpos de nuestros compatriotas jóvenes -incluso de los más modestos- y paño de lágrimas de los responsables económicos cuando necesitan excusar las bromas que les gasta el IPC. Los periódicos, esa fuente inagotable de conocimiento que nos convierte en expertos en asuntos militares cuando hay una guerra cerca y en derecho penal cuando pillan a algún bandido famoso con la mano en la caja, nos han venido ilustrando estas semanas sobre la cantidad de guarrerías que terminan cayendo en nuestros platos. Pensábamos que, al fin y al cabo, lo de la orina en los chanquetes no era sino uno de los castigos que suelen llevar adheridos todos los placeres prohibidos. Lo de los metales pesados en los langostinos podía ser, por su parte, esa especie de justicia poética que a veces amenaza a los glotones potentados, en forma de urea o colesterol... Pero lo del pollo es demasiado. ¿Qué hemos hecho, qué mal hemos cometido para que alimentos tan vulgares como el pollo o la coca-cola sigan resultando sospechosos y no logren despegarse de la mala fama que adquirieron en Bélgica hace unas semanas? ¿Quiénes son los respetables camellos que los adulteran? Al conocer que hemos estado a punto de tragar aceite de motor sin saberlo, lo de la orina de los chanquetes nos parece una exquisitez. Tanta guarrada es quizá el precio que hemos de pagar por solucionar de manera chapucera la democratización de la proteína: buscando aumentar la producción, se ha echado mano a todo tipo de recursos, incluso a los que son contrarios al sentido común. Porque, ¿qué ganadero en su sano juicio sería capaz de romper la vieja norma no escrita que dice que el ganado ha de ser alimentado exclusivamente con una dieta vegetariana? Hace unos cuantos años hubo un científico que se saltó esta norma y de ahí vino, entre otras cosas, la enfermedad de las vacas locas. Ahora sabemos que el pienso animal no sólo contiene sesos de cordero, como el que provocó el síndrome de las vacas británicas, sino también cadáveres de perros y gatos.

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