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Turismo de disipación

El turismo se ha extendido hasta tal punto que nadie que mantenga ciertas aspiraciones de distinción desea ser considerado un turista. Al lado de los operadores convencionales han aparecido agencias exclusivas, puntos de encuentro de "viajeros" que seleccionan sus destinos exóticos, inauguran rutas o prueban la aventura de lo marginal. ¿Son, sin embargo, tan detestables los turistas? En el momento de aparecer la palabra, turista era sinónimo de excelencia. Frente a la idea del travel, que venía a significar un viaje cargado de esfuerzos mercantiles, lastrado por tareas diplomáticas o misiones utilitarias, el tour sólo poseía como finalidad darse una vuelta sin un objetivo práctico, gastar el tiempo, vivir. El primer año de uso del término "turista", fijado en 1811, aludía a una actividad recreativa, superficial y libre. Tanto más agradable en cuanto implicaba la posibilidad de ir donde se deseara y hacer allí cualquier cosa banal.

Pero hoy ocurre prácticamente lo mismo con los infamados viajes en grupo. Frente a la laboriosidad de los periplos individualizados en busca de aventuras o conocimientos concretos, el modelo turístico sólo pretende pasar el rato.

Gracias a la organización, no hay que inquietarse por nada, ni trabajar en nada desde el momento de la inscripción. Algunos todavía se empeñan en consultar sus guías durante el trayecto, pero lo genuino de la modalidad es dejarse llevar; el cénit del turista es no existir, dejar de ser. El operador se pone a su servicio y el turista viaja no para hacer algo sino para dejarse hacer. Hace dejación de su voluntad y de él mismo incluido en el forfait. De hecho, el turismo llegó asociado a la ostentosa idea de tener tanto tiempo como para poder perderlo y de paso, a la romántica idea de perderse en la inactividad pura, en el cero absoluto del quehacer.

Y así, de la misma manera que unos turistas se sumergen en la aglomeración de las playas para despojarse de su identidad junto al deshabillé, los turistas viajeros se disipan en la estela del viaje. El turista viaja para ver y no ser visto, para escuchar al guía y asentir. Viaja con seguro y a seguro, empaquetado y a salvo de peripecias. Bordea los barrios peligrosos de las megaciudades, circunda la selva o el río, observa al mundo y sus indígenas como un parque inocuo y natural. Mientras el viajero presume de haber contraído una malaria, el paludismo, una fiebre tropical o una deshidratación subsahariana, el turista lo tiene vacunado todo.

El viajero tradicional llegaba de su odisea y no paraba de contar los hechos que le habían acaecido, hazañas y sobresaltos que constituían el barroco de su osadía. El viajero regresaba tras su aventura y escribía libros o daba conferencias. El turista contemporáneo, en cambio, cuando regresa de su viaje, no tiene prácticamente nada que decir, nada que escribir. Ha cruzado por parajes innumerables, ha visitado santuarios, reliquias y monumentos pero, personalmente, no se ve que le haya pasado nada.

Los viajeros del siglo XIX y los nuevos viajeros de hoy tratan de agrandar sus experiencias, adensar y definir más su biografía con la experiencia del viaje, pero una condición primordial del turismo hoy es la negación de la asechanza o el percance. El principio y el fin tienden a ser simétricos mientras el intervalo es un pasaje cuyo vacío representa la vacación absoluta. El grado cero de la peripecia.

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