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Supervivientes

LUIS MANUEL RUIZ Como a tantos otros, el tiempo ha acabado por reducirlo a sombra de su sombra, pero hace unos años, cuando su esplendor no había sido empañado, nosotros, la multitud ruidosa que nos juntábamos en las salas de conciertos, veíamos en Silvio el símbolo homérico del artista caído: él era la representación más cabal y autóctona de ese arquetipo que nació con Baudelaire y el decadentismo, el del artista sólo ocupado de su arte que renuncia voluntariamente a la felicidad y la gloria. Entonces Silvio compartía cartel con Sacramento, un grupo que le había llevado hasta el techo de su fama, y que consiguió que sus himnos señeros Rezaré y Betis se incorporaran al acervo espiritual de la más reciente generación de sevillanos. Curtido en la música desde su más tierna juventud, cuidado por una aristócrata como Charlie Parker, punta de lanza de esa entelequia insólita que es el rock and roll andaluz, Silvio militó en diversas formaciones a lo largo de sus dilatados años de carrera, esforzándose por destilar la fórmula de un rock puramente indígena, que no concediera nada a préstamos externos ni los rechazara mojigatamente, alejado tanto de la sordera como del plagio. Los primeros discos en los que brilló su genio, ese que ahora lucha todavía por volver a subirse sobre la tarima, fueron con agrupaciones como Barra Libre y Luzbel, todas orquestas expresamente creadas para arroparle tanto en el estudio como en el escenario y cuya única razón de ser radicaba en el protagonismo de este poeta avejentado y fraudulento. Al final, poco antes de que su fama callejera se eclipsara, la gente iba simplemente a verle derrumbarse sobre el escenario: sus borracheras y desvaríos se hicieron más famosos que esas canciones mal chapurreadas que apenas podían reproducir los originales fonográficos, y por un tiempo la cruel diversión de sus seguidores consistió en verle desplomarse sobre las tablas, o retirarse después de intentar dos temas porque su memoria extraviada por el alcohol no podía encontrar el resto de la letra. Este tipo de episodios, más que empañar su recuerdo, lo agigantan: la leyenda de los grandes del rock está llena de estas atrocidades, de este funambulismo arriesgado entre la vida común y corriente de sus devotos y el lado salvaje. Los alucinógenos de Morrison, la heroína de Lou Reed, la dipsomanía surrealista de Tom Waits hallan su correlato vernáculo en la carrera torturada de este tierno impresentable, que, al igual que todos los hombres insignia, importa más como símbolo que como individuo. En un pasaje despiadado y lúcido de Rayuela, Cortázar afirma que la edad acaba por derretir a los artistas y que resulta absurdo y hasta obsceno tratar de seguir escarbando donde la fuente del talento se ha secado. Los Rolling, Joyce, Picasso y tantos y tantos han sido supervivientes de sí mismos, genios con la mala e inevitable suerte de alcanzar una cúspide de la que el tiempo les ha desterrado. La decencia, dice Cortázar, obliga a estas víctimas del propio pasado al silencio. De momento, Silvio no hace suya esta máxima y sigue ofreciéndonos su modo peculiar de entender la música, en busca del estilo perdido de rock que debe poseer una cultura de frontera como la andaluza y del que ha terminado por convertirse en único y olvidado valedor.

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