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Política de baja calidad ENRIC FOSSAS

La última contienda electoral y sus resultados han provocado todo tipo de reacciones, comentarios, análisis y especulaciones sobre la situación política, pero pocas reflexiones sobre la política española. Sólo algunos comentaristas han aventurado algunas interpretaciones del alto índice de abstención que van más allá del concreto momento político para enmarcarlo de forma más genérica en nuestra vida política. A mi modo de ver, si algo han puesto de relieve las últimas elecciones es la progresiva pérdida de calidad de la política en España. Y no solo por razones genéricas que comparte la mayoría de democracias occidentales, sino por motivos específicos que convendría analizar. No me refiero, pues, a cuestiones ampliamente estudiadas como la crisis de la representación política, los déficit democráticos de la vida interna de los partidos, la transformación de la política en espectáculo mediático o el alarmante grado de corrupción al que ha llegado la vida pública en todo el mundo. A todos estos factores, a los que desgraciadamente no escapamos, habría que añadir algunos de cosecha propia. Por ejemplo, la conversión de lo político en una especie de metapolítica concentrada en cuestiones que atañen exclusivamente a los políticos profesionales, pero que se encuentran absolutamente alejadas de los problemas y preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos. Si uno hace repaso de los principales temas que en este último año han ocupado la actualidad política, pronto se da cuenta de que todos ellos se refieren a conflictos entre partidos y, especialmente, a problemas dentro de los partidos. Lo grave no es que existan conflictos y problemas, algo consustancial a toda democracia, sino que aquéllos nunca versen sobre la gestión de la cosa pública, ni tan sólo sobre posiciones ideológicas, sino sobre cuestiones partidistas o personales, a menudo incomprensibles, sin ningún interés para los ciudadanos de a pie. Aquí no se discuten propuestas, ni se contrastan soluciones, no se evalúan programas ni se debaten ideas. Se habla de corrientes del partido, de comités de notables, de ambientes enrarecidos, del humor de los líderes y de ambiciones personales. En suma, se habla demasiado de los políticos y muy poco de la política. Ello conduce a un progresivo desinterés y hastío, incluso entre los más sensibilizados; separa la vida política de la vida social, y propicia una mezcla de resignación y desconfianza que probablemente ayuda a mantener el estado actual. Este primer fenómeno, a mi entender, se agrava con el concurso de otro no menos preocupante: el papel de los medios de comunicación. En efecto, éstos parece que se han convertido en el mecanismo no ya para explicar la política, sino para hacer política. En realidad, constituyen el espacio privilegiado para escenificar las disputas partidistas y personales que centran el debate público. La información política consiste básicamente en una cadena de declaraciones y contradeclaraciones, réplicas y dúplicas entre políticos que los periodistas se afanan en obtener y reproducir. Como demostró mi colega Salvador Cardús en un excelente trabajo (Política de paper. La Campana, 1995), la política ha pasado así a tener un carácter eminentemente verbal, sin capacidad para trastocar la vida social porque contiene una proporción altísima de narrativa. La discusión pública se centra entonces en lo que los políticos se dicen de y entre ellos, y no en lo que los ciudadanos piensan de lo que aquéllos hacen. Como hemos visto estos días, incluso el Parlament se convierte en sede para discutir declaraciones periodísticas, no sobre alguna cuestión esencial, sino sobre la opinión que al presidente de la Generalitat le merece otra fuerza política. Las inefables conferencias de prensa de los partidos se resumen en una sucesión de frases ingeniosas de algún líder sobre asuntos de poca monta. Y las tertulias radiofónicas, donde podría llevarse a cabo un debate más profundo y abierto, acaban también reproduciendo los mismos esquemas de la contienda política. Ciertamente, las tradiciones no se improvisan. La identidad de las naciones también viene definida por el debate público que se ha compartido a través del tiempo, por las cuestiones que en él se abordan, la manera en que se plantean, el lenguaje en el que se formulan, las posiciones que se mantienen y los términos en que se discuten. Desde la transición democrática, España ha superado no pocos de los demonios del pasado para convertirse en una sociedad avanzada, pero la pobreza del debate público pone de relieve la baja calidad de su vida política, de la que cada día se sienten más insatisfechos muchos ciudadanos. Posiblemente, buena parte de los que votaron en blanco o se abstuvieron en las pasadas elecciones.

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