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Mascarón

Manuel Vicent

Según Heine, Dios creó el mundo en seis días y el séptimo llamó a Goethe y le dijo: "Haz tú las nubes". Pudo llamar también a Pablo Neruda e invitarlo a que llenara el mundo de mascarones, caracolas, mariposas disecadas, estribos, botellones, máscaras, ídolos y restos de barcos naufragados. En Isla Negra el océano Pacífico bate siempre con furia las rocas cosmogónicas que en medio de altas espumas verdosas guardan la casa del poeta. Pocas veces he sentido un sensación de agobio parecida. La casa de Pablo Neruda es un almacén abigarrado de enseres dispares traídos de cualquier parte del mundo y parece que su destino sólo consiste en destruir la belleza del vacío. Mientras visitaba la casa del poeta en medio de la asfixia que me producía el acopio de tantos cacharros inútiles he pensado que también Dios es un coleccionista de galaxias, creador desatado de infinitas estrellas muertas. Dentro de su mansión Neruda era como el Dios del Génesis, tal vez un poco menor, pero no con menos ego. Neruda escribía sus poemas convulsos sentado en un punto donde convergían sobre él las miradas de cuatro mascarones femeninos de pechos desnudos y el verso no le salía si no se sentía adorado. Para curarme de estos humos me he tomado unos erizos a la orilla del Pacífico y sólo con eso también me he sentido inmortal. Los materialistas profundos tenemos una ventaja: todo es Dios, la luz de Vermeer, el olor de los cromos de nuestra infancia, cualquier roca perdida en La Vía Láctea, un denario antiguo que sirviera para comprar sal, la primera mirada sostenida entre dos amantes, la vertical del sol que cae sobre un tomate abierto, el humo del café que se expande entre las noticias del periódico, el acorde helado de Stravinski que abre el compás mientras el avión se eleva dejando abajo esa enorme cresta de los Andes. Sólo si las ínfimas sensaciones son dios tiene sentido el universo. Un dios acaparador desenfrenado de mascarones humanos, de mundos muertos, coleccionista de almas y de infinita lava tiene menos atractivo que el sabor de un erizo en este invierno austral. Si el vacío no fuera dios el universo sería a escala sideral algo tan horrible como la casa que el poeta Neruda creó en Isla Negra, un ego fluctuante en medio de una interminable cacharrería. Puede que Neruda fuera sólo su propio mascarón. ¿Cómo, siendo poeta, no sabría que la inmortalidad es el péndulo de luz sobre un tomate y una anchoa?

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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