Cecilia
No fue como lo imaginaba. Ella temía sobre todo carecer de espacio vital para mover los brazos y poder extender cómodamente los papeles. Que sus grandes ojos rasgados certificaran la existencia de limitaciones geométricas que la obligaran a contener la agitación de su cuerpo y terminara agobiándose hasta desatar las terminales nerviosas. Temía también que los vigilantes fueran gente arisca y mal encarada que le provocaran un sentimiento de terror capaz de bloquear sus neuronas, haciéndole olvidar los conocimientos que con tanto afán en ellas había almacenado. Con esa prevención y con esos miedos acudió puntual a la trascendental cita tras una noche de sueño inquieto y azaroso. Como ella, con los ojos más o menos hinchados, la ojera más o menos pronunciada o el tono mortecino en el semblante más o menos marcado, estaban los casi treinta y cuatro mil chicos y chicas de su misma edad que acudían aquella mañana de lunes a las pruebas de selectividad para el acceso a la Universidad.
Por suerte, ninguno de los fantasmas que sus mentes forjaron sobre el trance se hicieron carne mortal en los prolegómenos de la prueba. El aula era amplia y luminosa y los pupitres, lo suficientemente espaciosos para consentir cualquier desplazamiento convulsivo. Tampoco los encargados de cuidar el examen resultaron tan monstruosos como pensaron. La mayoría de ellos se mostraron incluso cordiales con los examinados lejos del papel de vigilantes intrasigentes que la leyenda negra les había adjudicado.
Aquel comienzo constituyó todo un alivio, un buen principio para la más temida y tradicionalmente sacralizada experiencia de cuantas puede vivir un adolescente en su vida académica. Un trance en el que es difícil ignorar que te juegas en unas pocas horas el mismo porcentaje de calificación que el acumulado en los últimos cuatro años de curso escolar.
En la inmensa mayoría de los casos de esa nota depende no tanto el que puedan acceder a la Universidad, (sólo un quince por ciento suspende) sino en qué condiciones accede. La ley de la oferta y la demanda es la que determina su futuro y una décima menos llega a impedir al alumno cursar la carrera soñada, obligándole a dirigir sus pasos hacia otra disciplina alternativa.
Cuando la joven abrió el pliego con las preguntas sus ojos rasgados se iluminaron. Estaba en condiciones de responder todos y cada uno de los interrogantes que allí le planteaban y su única duda era en qué opciones podía exhibir mejor su sabiduría. Finalmente se decidió por Platón, Winston Churchill y las revoluciones de México y Cuba, hechos históricos por los que había sentido especial curiosidad, aunque ya estuvieran al final del libro donde sólo llegan los más aplicados.
Las siguientes jornadas no fueron peores, algo pesadas, sí, por las sesiones prolongadas de exámenes pero en ningún momento padeció la angustia de que la prueba se le pudiera ir de las manos. No era el fruto del azar ni de privilegio alguno, era la justa recompensa al esfuerzo realizado en los últimos cuatro años en que había restado inmisericorde horas al sueño y al divertimento que le exigía su cuerpo adolescente para pelarse los codos frente a los libros.
La voluntad y el tesón todo lo pueden y con una nota media rozando el nueve poco habría de temer de antemano, salvo un réves traidor que lesionara su amor propio. A partir de ahora, necesitará sin embargo de otros factores más aleatorios para sacarle rendimiento a tanto empeño. Habrá de acertar al escoger la carrera adecuada y el centro apropiado para cursarla. Tendrá que sobreponerse a la irrupción en su vida de profesores inútiles y adocenados, capaces de enfriar la vocación más entusiasta y saber arrimarse a esos otros que estimulan en el ansia del conocimiento. Deberá tener también sentido práctico y ajustarse a las exigencias de una sociedad con más jefes que indios y donde miles de médicos, abogados, e ingenieros deambulan en la búsqueda infructuosa de trabajo, mientras resulta difícil encontrar un albañil para una chapuza o un fontanero de confianza que ajuste el grifo. Toda esa lucha tiene por delante la chica maravillosa de los ojos rasgados. En marzo cumplió sus 18 años. Se llama Cecilia. Mi hija del alma.
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