Réquiem por una mosca SERGI PÀMIES
Todo empezó con la llegada del verano. Fui a visitar a un pariente al que acababan de operar. A pesar de su delicada salud, encontró las fuerzas y el humor suficientes para comentarme que uno de los médicos que le atendían se parecía al protagonista de La mosca. Nos reímos (yo más que él: el dolor le impedía mover la musculatura abdominal). Al llegar a casa, encontré a mis hijos llorando a moco tendido. "¿Qué ocurre?", pregunté. "¡Una mosca!", gritaron. Como cualquier padre que aspire a conservar su prestigio, intenté consolarlos contándoles que las moscas no son peligrosas, que todos somos hijos del mismo dios y que en verano suelen aparecer en nuestras vidas. "¡Mátala!", me suplicaron tras informarme de que el terrible insecto se había hecho fuerte en el comedor. Abrí la puerta, entré, la cerré e intenté localizarla con la mirada. Allí estaba: un viejo moscardón que, vuelta va, vuelta viene, intentaba atravesar estúpidamente el cristal de la ventana. Compasivo, la abrí para que pudiera marcharse pero, lejos de aprovechar su oportunidad, la mosca me sorprendió revolviéndose contra mí como un minimihura volador. Instintivamente, le di un manotazo, que la muy hábil esquivó. Los niños lloraban, insisto. Recordé los matamoscas de antaño, de plástico y alambre, con los que se resolvía el problema. Y una película de Sergio Leone en la que un sicario atrapa una mosca con el cañón de su pistola y luego le pega un tiro. Y los insecticidas malolientes, armas químicas contra la bichez en general. Y aquellas pringosas tiras que se colgaban del techo, cementerio vertical de tantas moscas comunes. Y la zapatilla matamoscas (manual o voladora), que funciona mejor contra los mosquitos. Recordé también que las moscas tienen una esperanza de vida de 72 días y, por su deplorable aspecto, calculé que a mi enemigo no le quedaba demasiado. Con un movimiento de cabeza, me zafé de un nuevo ataque. Los niños, mientras tanto, llora que llora. Durante unos segundos, la perdí de vista, hasta que su zumbido la delató: se acercaba a la biblioteca a toda velocidad. Por deformación profesional, deseé que aterrizara sobre el lomo de Movimiento perpetuo, de Augusto Monterroso, completísima reflexión sobre hombres y moscas ("es más fácil que una mosca se pose en la nariz del Papa que el Papa se pare en la nariz de una mosca") o sobre la antología de Antonio Machado que incluye el conocido poema Las moscas ("¡moscas del primer hastío/ en el salón familiar/ las claras tardes de estío/ en que yo empecé a soñar!"), pero la muy inculta optó por posarse sobre la madera del estante. Allí se mantuvo, desafiante, fregándose las patas delanteras. Me aproximé. Inclinando el cuerpo y estirando el brazo, cogí el periódico y, procurando no asustarla, fui doblándolo hasta conseguir algo parecido a una porra-periódico antimoscas. Bastó un movimiento -nada perpetuo: ñaca- y sentí que, a pesar de levantar el vuelo, el moscardón había sido cazado. Grité: "¡Ya la he matado!", y escuché a mis hijos celebrarlo como si de la muerte de un dictador se tratara. Miré al suelo buscando el cadáver: nada. Miré sobre el estante: tampoco. Supuse que estaría adherida al periódico y salí a a la terraza para comprobarlo. Fui desplegando la porra hasta recomponer la estructura del periódico y allí estaba: muerta, justo en la página 50 de la sección de sociedad. No había reparado en el artículo y me di cuenta de que se titulaba -lo juro- Una mosca robótica desvela los secretos del vuelo de los insectos. Atraído por la coincidencia, lo leí de un tirón y me enteré de que unos científicos californianos habían inventado una mosca robótica (Robofly) programada "para imitar el aleteo de las moscas". En aquel momento, confieso que me sentí culpable. Aquel monstruoso moscardón que tanto había asustado a los niños me había utilizado para morir con dignidad científica y filosófica bajo el peso de un texto dedicado al vuelo de las moscas. Eutanasia insecticida. Arranqué un trozo del artículo y, como si de una bandera se tratara, envolví el cadáver del insecto y lo enterré en el cubo de basura, dentro de un ataúd-envase-vacío-de-natillas. No canté el Himno de las moscas porque lo desconozco pero, mientras me despedía del animal con un respetuoso zumbido mental -tal que así: bzzzz-, imaginé un lejano futuro en el que, cuando llegue el verano, los nietos de mis hijos se asustarán y correrán como locos perseguidos por el vuelo persistente de las roboflys. Y yo no estaré allí para defenderles con mis infalibles porras antimoscas.
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