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Pactos y patria JOAN B. CULLA I CLARÀ

Es preciso recordar que el tema empezó a ser explotado como argumento electoral por parte del PP, que hizo de él el núcleo duro de su campaña en las Baleares; Felipe González, a su vez, devolvió el cumplido acusando al Gobierno de Aznar de propiciar la desagregación de España. Pero, tras el escrutinio del 13 de junio, se ha convertido en asunto central de debate político no sólo entre socialistas y populares, sino en el seno mismo de ambas formaciones. Me refiero, naturalmente, a las relaciones y los eventuales pactos que los grandes partidos de ámbito estatal pueden o deben contraer con los grupos nacionalistas de la periferia, y a la legitimidad o la ilicitud de tales compromisos. Con este pretexto, el PSOE y el PP se han enzarzado por enésima vez en una áspera disputa sobre cuál de los dos es más coherente en la defensa de la integridad de España y sabe tener a raya a los nacionalistas con mayor contundencia. Como un par de chulos de playa midiéndose el paquete, las huestes de Génova y las de Ferraz compiten sobre quién anda mejor provisto de "proyecto nacional español", que al parecer es el atributo esencial de la política peninsular para el siglo XXI... La discusión, sin embargo, no se circunscribe al trillado terreno de la competencia bipartidista, al "...y tú más..." como arma arrojadiza; también en el interior de los dos partidos estatalistas la prolongación o el establecimiento de acuerdos políticos con las fuerzas nacionalistas está suscitando serias y significativas discrepancias. En cuanto al PSOE, que por ubicación y por aritmética poselectoral se halla hoy mucho más inclinado a esos acuerdos, el pacto ya cerrado con el Bloque Nacionalista Galego para regir muchas ciudades de Galicia, la coalición de progreso en Ibiza y su posible extensión al conjunto de las Baleares incluyendo al Partit Socialista de Mallorca / Menorca y a Esquerra Republicana, los movimientos de aproximación al Partido Nacionalista Vasco y hasta los cables lanzados a la Chunta Aragonesista o al partido burgalés Tierra Comunera no han dejado de levantar grandes reservas y suspicacias. Atrincherado en su cantonalismo coruñesista-españolista, al alcalde Francisco Vázquez le ha faltado tiempo para subrayar los peligros de la entente con un BNG que él sigue tildando de independentista y contrario a la Constitución, y no se ha molestado en disimular sus preferencias afectivas por un acuerdo con el PP gallego. José Bono y Juan Carlos Rodríguez Ibarra, recién relegitimados por las urnas, han recordado que el PSOE debe ser "la garantía de la vertebración de España", y el andaluz Manuel Chaves ha enfatizado las dificultades y los riesgos que esa clase de pactos conllevan para el partido socialista pero, sobre todo, para la unidad política de España. Habida cuenta de que tales muestras de entusiasmo pactista proceden, no de unos cuadros marginales y resabiados, sino de los cuatro barones territoriales quizá más conspicuos del partido, artífices de mayorías absolutas y de entre los cuales podría salir el próximo candidato del PSOE a la presidencia del Gobierno, el panorama resulta inquietante y suscita algunas preguntas: ¿saben Vázquez, Bono y compañía que el PSC-PSOE ha gobernado Barcelona durante los últimos cuatro años gracias al apoyo de independentistas convictos y confesos? ¿Son conscientes de que la hipótesis de un socialista al frente de la Generalitat de Cataluña pasa casi forzosamente por el acuerdo con ERC, la cual -según su último congreso- "lucha para instaurar la República Catalana como Estado constituyente de la Unión Europea"? ¿En virtud de qué lógica progresista puede el alcalde Vázquez preferir entenderse con la derecha caciquil del PP antes que con la socialdemocracia federalista o confederalista del BNG? Entre los dirigentes populares el debate se ha producido con sordina, con mucha mayor discreción, pero los resultados del pasado día 13 han dado alas a ese francotirador consentido, a ese guerrillero con despacho que es Alejo Vidal-Quadras para urgir en términos conminatorios la liquidación del pacto entre elPP y Convergència i Unió; los últimos improperios del flamante eurodiputado contra el "tirano Pujol" y contra el "nacionalismo totalitario" son un alegado en favor de la ruptura inmediata y la convocatoria de elecciones generales para el próximo otoño. Por supuesto, no hay que dejarse impresionar por los alardes pirotécnicos de Vidal-Quadras. Pero cuando él, siempre barroco, arremete contra "la hidra nacionalista" y se propone amordazar "las ávidas fauces galeúzquicas", cuando el melifluo ministro Piqué condena las alianzas con partidos "que ponen en cuestión la España constitucional", cuando Paco Vázquez confiesa sentirse más a gusto con Fraga que con Beiras, lo que hacen, cada uno en su estilo, es proponer a coro una política de exclusión, de marginalización, de estigmatización. ¿Contra quién? Contra los 1,7 millones de ciudadanos que votaron, el 13 de junio, a fuerzas signatarias de la Declaración de Barcelona; contra casi dos millones de electores, si sumamos los de ERC y otros grupos menores. ¿Y por qué crimen? No, desde luego, porque esas fuerzas quieran destruir España a bombazos. Sólo porque, democráticamente, entienden el concepto de España de otro modo y aspiran a darle otras formas políticas.

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