Lewinsky, Aznar... y la Constitución
Me tocó vivir en los Estados Unidos, en meses recientes, buena parte del culebrón del Monicagate. Para muchos españoles, por las opiniones que he oído, el asunto no ha pasado de ser una farsa, mezcla de puritanismo y exhibicionismo, con degradantes revelaciones sobre detalles de la vida sexual del presidente y otra serie de cosas que en un país serio no ocurrirían. Pero hay otras maneras de verlo. Puede también valorarse la actuación de un Congreso hostil a la línea política del presidente, que aprovechó una aventura extramatrimonial de éste para asediarle y poner, incluso, en peligro su mandato. O apreciar la capacidad de lucha de ese mismo presidente, cuyo instinto le hizo detectar el apoyo de la opinión y enfrentarse, hasta en las peores circunstancias, tanto con el Congreso como con los medios de comunicación. Porque la prensa y televisión, y éste fue otro aspecto interesante del problema, decidieron que tenían en sus manos carnaza noticiable, y se empeñaron en llenar sus programas con el asunto, pese a que los sondeos indicaban el hartazgo del gran público sobre el mismo. Con todo, lo más impresionante, en mi opinión, fue ver actuar a la vieja dama, la Constitución escrita más antigua del mundo, en plena forma, pese a sus 220 años de edad. Una buena forma que, en definitiva, conserva porque está cimentada en la regla de oro establecida por los padres fundadores del sistema liberal, como Locke o Montesquieu: la división de poderes. Por contraste, en España he seguido por radio, hace unas semanas, la sesión de "control al Gobierno" que el Congreso de los Diputados realiza los miércoles. No se habló de sexo ni de ninguna otra materia impropia de tan digno lugar. Un diputado socialista preguntó al presidente del Gobierno sobre los casos de corrupción destapados últimamente que afectan al Partido Popular, y el presidente replicó que "ustedes", refiriéndose al principal partido de la oposición, "no tienen autoridad moral para hablar de estos asuntos"; no pretenderá el presidente, insistió el interpelante, que nosotros somos responsables de la corrupción actual del PP; no digo eso, volvió Aznar, pero sí que lo son de "enturbiar la vida política en la pasada legislatura y en ésta". En resumen, se negó a contestar a la pregunta. Algo parecido ocurrió dos semanas después, cuando se debatió la intervención en Kosovo y, a la vez, la "Agenda 2000" de la Unión Europea. El Gobierno, con la connivencia de la Presidencia del Congreso, mezcló, así, dos asuntos de muy distinta especie y evitó dar explicaciones sobre cualquiera de ellos. El Ejecutivo se negó, con asombrosa impunidad, a dejarse "controlar" por el legislativo y los representantes parlamentarios se volvieron a casa impotentes.
La situación me ha recordado un artículo de José Varela Ortega debatido en un seminario hace un par de años, en el que denunciaba la retórica de los regeneracionistas posteriores al Desastre del 98. Señalaba este historiador cómo la España contemporánea se había caracterizado por una sistemática debilidad de la vida parlamentaria, víctima siempre de la injerencia de un Ejecutivo hipertrofiado. Pese a lo cual, los famosos regeneracionistas, con raras excepciones, habían apuntado hacia el parlamentarismo como culpable de los males del país; el problema era, según ellos, disciplinar a un Parlamento partitocrático y dividido, que reducía al Gobierno a la impotencia. Eso mismo pensó Primo de Rivera, y no hace falta decir que lo propio creía el invicto Caudillo. Basta recordar las primeras escenas de Raza, el inolvidable filme cuyo guión tuvo tiempo para escribir en plena Guerra Mundial: en ellas, mientras el digno marino, padre del protagonista, parte sereno hacia una muerte cierta en aguas cubanas, los diputados se pelean, en un Parlamento que parece una jaula de grillos, y escatiman los fondos a la gloriosa Armada española. El general pensaba que España necesitaba dirigentes naturales, capaces de adivinar el sentir del pueblo sin necesidad de elecciones ni zarandajas, y dotados de una voluntad de hierro que les permitiera imponer las medidas requeridas por el supremo interés nacional sin contemplaciones legalistas; así había ocurrido en tiempos de Recaredo, Don Pelayo o los grandes monarcas de la era imperial, y entonces la sociedad española había funcionado, según esta versión, unida y a plena potencia. Con las revoluciones liberales, en cambio, el parlamentarismo habría generado la división de los españoles en torno a mezquinos intereses partidistas, con especial gusto por la retórica hueca y las peleas de patio de vecinas -vecinas, y no vecinos, pues todos ellos eran rasgos femeninos-. De ahí la perenne inestabilidad gubernamental y, por tanto, la debilidad del siglo XIX, culminada en la vergonzosa impotencia de 1898. No era sólo el general Franco, como digo, quien pensaba esas cosas, sino también otros muchos españoles de la primera mitad del siglo, que proclamaron a la democracia decadente y clamaron por un hombre que salvara al país. Tampoco era ajena buena parte de la opinión europea a esta forma de pensar; pero en Europa tales creencias desaparecieron, casi por ensalmo, a partir de 1945, cuando por dos veces consecutivas se comprobó que las femeninas y decadentes democracias, al llegar el momento del enfrentamiento físico, propinaban soberanas palizas a los masculinos regímenes autoritarios.
En España, sin embargo, quizás por no vivirse en directo las guerras mundiales, o por el aislamiento cultural fomentado por el franquismo, tales creencias sobrevivieron. Aparentemente, el régimen fracasó en su intento de hacer creer que la derrota de las autocracias no se había debido a defectos internos, sino a carencia del petróleo o pretextos similares. Las jóvenes generaciones no comulgaron con tales piedras de molino y exigieron democracia, como en el resto del mundo civilizado. Y, al morir el general, la tuvieron: una Constitución pactada y unas elecciones periódicas, con relevo gubernamental cuando las perdían quienes estaban en el poder. Solapadamente, sin embargo, la obsesión antiparlamentaria sobrevivió. Una cosa era democracia y otra jaulas de grillos, pensaron los padres de la Constitución. Aquí iba a haber una democracia "respetable", con Gobiernos blindados frente a esos locos Congresos a los que da por discursear, por meterse donde no les llaman y por votar mociones de censura. Para mociones de censura, las "constructivas", que instalan automáticamente a un Gobierno cuando se derriba a otro. Y, como si esto no fuera suficiente, para que no pudieran quejarse los autoritarios se encorsetó el debate parlamentario con reglamentos restrictivos y se puso la vida de los partidos en manos de sus direcciones. De los varios mecanismos establecidos para fortalecer la democracia, el más perverso fue el sistema de listas cerradas y bloqueadas, gracias al cual se ha conseguido hacer un Congreso en el que nadie osa moverse. Al revés de lo que ha ocurrido en ese ejemplo de anarquía que son los Estados Unidos, donde hay hasta representantes que votan en favor del partido contrario, aquí a ningún diputado se le ocurre tener opiniones propias. Por la sencilla razón de que no está pensando en sus electores, sino en sus jefes de filas, y sabe que si se desmanda puede despedirse de figurar en las listas en las próximas elecciones. Se elimina así la "indisciplina", siempre tan desagradable para las militarizadas mentes de los dirigentes. Puestos a ironizar -y a exagerar, pues la situación no es comparable-, podríamos decir que, con la Constitución de 1978 y sus medidas complementarias, el Caudillo, como el Cid, consiguió una victoria póstuma.
Se me ocurre, sin embargo, que la propia Constitución proporciona una salida para la situación, al prever que cada Cámara parlamentaria deba basarse en un principio representativo diferente -el individual, de los ciudadanos españoles como conjunto, en el Congreso, y el territorial, a través de las comunidades autónomas, en el Senado-. Es una previsión que nunca se ha desarrollado a fondo, pero ahora que se debate la reforma del Senado ha llegado el momento de hacerlo. Y convendría hacerlo de manera radical (y generosa, por parte de los dirigentes actuales). Manteniendo para el Congreso el presente sistema de escaños provinciales distribuidos entre los partidos según criterios de proporcionalidad, se podría pensar en asignar los escaños senatoriales a distritos uninominales, o cercanos a ello -retocando la Constitución, en el caso extremo de que la circunscripción provincial resultara ser una barrera insoluble-, atribuidos, desde luego, según criterios mayoritarios. Se abriría así la posibilidad de distintas mayorías en las dos Cámaras, a la vez que se elegiría a representantes populares relativamente independientes, conscientes de que su futuro depende de los votantes de su distrito, y no de la buena voluntad de sus jefes de partido. De esta manera, el Senado, hoy inútil, podría ejercer algún control sobre el Ejecutivo: aunque éste siempre tendría mayoría en el Congreso, las leyes habrían de pactarse en la segunda Cámara, y cabría pensar en votaciones senatoriales perdidas por el Gobierno que, sin hacerlo caer, tuvieran un efecto moral considerable. Se evitaría también así el recurso a procedimientos no previstos por la Constitución para derribar a un Gobierno, como se hizo en los últimos años de González, cuando, ante la inutilidad de los cauces parlamentarios, fueron la prensa y el poder judicial los canales usados por la oposición para hacer invivible el ambiente y forzar elecciones anticipadas. Una prensa y unos jueces poco fiables, al no estar sometidos a los deseables controles por parte de otros poderes.
El problema, en definitiva, es hacer imposible de una vez la acumulación de todo el poder en la cúpula -reducida, cada vez más, a un solo individuo: el jefe supremo- del partido que ha ganado las elecciones. La democracia requiere algo más que elecciones. Requiere, entre otras cosas, la existencia de varios poderes, que rivalicen entre sí y se controlen mutuamente, único sistema conocido y viable que limita el abuso de los cargos públicos.
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