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Tribuna
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Verano

Verano 1999, primer día: o sea, hoy. ¿Primero o segundo? El verano, según los calendarios, empezó ayer, 21 de junio, pero según científicos no cuando dieron las 0.00 horas, sino para el atardecer, que es el momento en que los rayos solares caen justo en vertical sobre el trópico. Luego -de ser cierto- el día uno del verano se completaría hoy por la tarde. Es el problema que plantea la exacta determinación del principio del siglo XXI o, a su vez, del tercer milenio. ¿Será el 1 de enero del año 2000 o habrá de ser el 1 de enero del 2001? ¿Eh? ¿Qué decir? Afirma la sabiduría popular que cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo se espanta las moscas. Pues, lo dicho, de este tenor. Más fundamento y punto de reflexión hay en el legado del Siglo de Oro, nuestros clásicos, Cervantes, Cide Hamete Benengeli según cuyo testimonio las cuatro estaciones del año son cinco. Dice Cide Hamete Benengeli que yerra quien cree que todo dura en un solo estado pues la vida transcurre a la redonda, de forma que al invierno le sigue la primavera, a la primavera el verano, al verano el estío, al estío el otoño, al otoño el invierno.

No mentiría Cide Hamete Benengeli, inspirador de la más auténtica y jamás imaginada historia, que es la del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes la escribió, mas continuamente utilizaba la fuente y tenía la honestidad intelectual de reconocer la autoridad de quien citaba como filósofo mahomético o historiador arábigo o, mejor aún, historiador arábigo y manchego. Sancho Panza le llama Cide Hamete Berenjena y aclara al extrañado Don Quijote que este segundo nombre se le atribuyó al filósofo historiador pues a los moriscos las berenjenas les privan.

Sea cual fuere, la introducción del estío como cuarta entre las cinco estaciones del año da qué pensar. Y lo que uno piensa (con perdón) es que los tiempos cambian y la climatología también. La primavera -prima vera- sería el anuncio del verano, esos días en que llegan los primeros calores y sacamos del armario la ropilla ligera sin atrevernos a guardar la de abrigo; el verano, la primavera de hoy ya franca, templada y luminosa; el estío, lo que llamamos verano, agobiante y tórrido, que socarra los campos, las aves y cuanto alcanza desapercibido del cobijo y su sombra. Y con las frescas brisas vendría el otoño, sobre el que no hay ni equívocos ni mudanzas, como del invierno tampoco. La verdad es que uno no alcanzó los tiempos de Cide Hamete Berenjena (o Benengeli), pero casi; y recuerda de sus años mozos que el verano madrileño era tremendo, caía fuego, así como el invierno transcurría extremoso con nevadas repetidas y copiosas. No es que ahora falte el calor y habrá días de altas temperaturas, pero con cuidado se soportan. Y, además, el verano madrileño trae una ventura anexa que es el disfrute de la ciudad. En cuanto el vecindario haga las maletas y se marche a disfrutar lejos las vacaciones, Madrid se convertirá en el goce de los que se quedan: cines, restaurantes, cafeterías; museos, barrios históricos, avenidas; parques y jardines; todo a disposición de una ciudadanía sosegada, libre de la tensión que producen las aglomeraciones.

Jose, mi carnicero de cámara, comentaba que en estos meses de verano, curiosamente, los madrileños compran viandas selectas susceptibles de sofisticada elaboración. Y se entiende, pues con tiempo por delante pueden esmerarse en la cocina y darse el placer del buen yantar. Eso, y la siesta, y unas aguas después para refrescar las calenturas corporales y despabilar el caletre, les pondrán en condiciones de salir a pasear este Madrid, ancho, bonito y propio.

Tal panorama se les presenta a los madrileños que no vayan a veranear. Algunos, sin embargo, se quejan precisamente por eso, porque no veranean, y se ponen de mal humor. Lo que no es aconsejable. El mal humor acentúa los sofocos, quita el apetito, coarta la felicidad y es contagioso. Francamente, si van a echarse a la calle cabreados más vale que se queden en casa viendo la televisión y dejen a los restantes madrileños disfrutar de Madrid en paz. Que quizá tampoco tengan un duro, o les retengan también las obligaciones, pero lo suplen con moral, imaginación y una de disimulo.

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