Cuatro meses de gloria y un coche
Del 23 de febrero al 19 de junio hay apenas cuatro meses. De la gloria a la muerte en poco más de 100 días. En eso ha quedado resumida la carrera profesional de Manuel Sanroma, un ciclista rápido y fuerte muerto ayer a los 22 años. El primer sprinter fallecido en acto de servicio. A 800 metros de la gloria, de otra línea de meta, de otro podio. 23 de febrero, cuando Sanroma, un valiente de Ciudad Real, hizo apartarse de su camino al mismísimo Mario Cipollini, al rey León, al terror de los sprinters. Levantó los brazos aquel día Sanroma. Su primer triunfo con los profesionales en Europa. Una etapa en la Vuelta a Valencia, en Vila-Real. ¿Y ante quién? Ante Cipollini, nada menos. Había nacido un fenómeno. España, país de escaladores, de fugados en solitario y últimamente de contrarrelojistas, también podía disponer de un tipo veloz, sin miedo, 40 años después de Poblet. La noticia corrió como la pólvora. Titulares, reportajes y entrevistas. El joven manchego que pide que, por favor, no le llamen más Perolo, su sobrenombre de juveniles. El duro Sanroma, que un mes después de hacerse respetar por Cipollini tiene sus más y sus menos nada menos que con Erik Zabel, que se atrevió a meterle los codos en un sprint de la Setmana Catalana. Sanroma entra en una vorágine similar a la que vive cotidianamente en los últimos 1.000 metros de cada etapa llana, allá donde se justifica su oficio de sprinter. En su equipo, el modesto Fuenlabrada, no se lo creen. El único ganador nato del ciclismo español corre con ellos. Qué lujo. Su jefe, Maximino Pérez, le promete un coche si llega a los cuatro triunfos en la temporada. Un utilitario, para que se vaya haciendo a la velocidad. ¿Pero qué dice? ¿Un utilitario a Manuel Sanroma, el más rápido, el más duro? En la Vuelta al Alentejo gana cuatro de las seis etapas. Reclama su premio, y que sea un Audi A3, el coche de sus sueños. Dos triunfos más, en Llanes y en Avilés, en la Vuelta a Asturias. Estamos en mayo. Sanroma, un tauro nacido el 7 de mayo de 1977, está lanzado. ¿Quién le podrá parar?
Oficio de locos. 19 de junio de 1999. Son, más o menos, las cinco de la tarde. Larga recta del paseo marítimo de Vilanova i la Geltrú. Última recta de la segunda etapa de la Volta. El día anterior había ganado Cipollini. Un sprinter ha de hacerse respetar. No hay otra ley. Todos fuera, que voy yo. Lanzados a 70 por hora en una calle estrecha, entre el zumbido de las bicicletas, a escasos centímetros de las vallas, de otros ciclistas. Una única y poderosísima obsesión: ganar. La calle se estrecha. Alguien tiene que frenar. ¿Miedo yo? Nadie frena. Una valla. Punto.
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