El colegio
Un general norteamericano se vanagloriaba en la tele de que la OTAN no hubiera perdido un solo hombre en el conflicto de Kosovo. En otros tiempos, la ceremonia más emocionante al finalizar una guerra era la entrega de medallas a las viudas de los héroes que habían sacrificado su vida por la población civil. Estos militares de ahora, cuando sus nietos les pregunten por qué llevan el pecho lleno de condecoraciones, responderán que por la habilidad de haber salvado el pellejo a costa de bombardear un frenopático. Cuantos más frenopáticos, más chatarra, suponemos. Antes, las madres lloraban cuando enviaban a sus hijos al frente, pero ahora el frente es el único lugar en el que, además de no correr ningún riesgo, cobras un sueldo, comes todos los días y haces trienios mientras las mujeres y los niños agonizan bajo los escombros. Quizá las guerras antiguas no fueran mejores que las de ahora, seguro que no, todas son un espanto, pero daban más juego desde el punto de vista narrativo. Nos preguntamos si los pilotos de la OTAN se habrán dado cuenta de que cada vez que destruían burocráticamente un asilo, un hospital, una embajada, se cargaban también un género literario. Ahora, si son sensatos, negociarán su ingreso en el SEPLA y pedirán un plus de productividad. Tiemblen, pues, las guarderías de los países a los que toque en suerte un Milosevic.
Ya en el colegio había un Solana y un Clinton y un Blair y un Aznar y un Milosevic, y siete u ocho tenientes generales de pantalón corto y un portavoz. Si los reconocemos enseguida es porque nos hicieron la vida imposible en el recreo. También había un gilipollas, servidor de ustedes, que se escondía en el retrete para escribir unas poesías muy malas en un cuaderno cuadriculado. Pero uno jamás bombardeó a nadie inocente con sus versos.
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