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J. J. PÉREZ BENLLOCH Un rasgo notable de las recientes elecciones reside en la extremosidad de sus resultados. En esta ocasión no es viable retorcer los argumentos y vendernos la burra de que todos han salido airosos por unas u otras razones. En esta ocasión, junto a un gran ganador, confortado por la mayoría absoluta que le han otorgado las urnas, concurren unos perdedores titulares de derrotas más o menos severas, que en algún caso bien pudiera ser irreversible. Unos y otros, sin embargo, repuestos del maratón mitinero, ahítos de euforia o desgalichados por la decepción, habrán de acometer inmediatamente la administración de sus respectivas victoria y derrotas afrontando las peculiares dificultades para sendos cometidos. A este respecto pudiera pensarse que, en lo relativo al PP, y específicamente a su máximo dirigente, Eduardo Zaplana, el problema no ha de suscitarle más agobios que los que comporta repartir una tarta descomunal y disfrutarla plácidamente a lo largo de cuatro años sin escandalizar con atracones innecesarios. La crítica y fiscalización de sus opositores no puede ser más que testimonial, pues en modo alguno está utillada parlamentariamente para condicionarle las iniciativas de gobierno que emprenda. Suyo, digo de los populares, es casi todo el poder -que no han cesado de pedirlo en grado "suficiente"- y también la mayor responsabilidad. En esta anhelada y conseguida ventaja reside, paradójicamente, su talón de Aquiles. Pues, ¿qué hacer cuando se tienen todos los triunfos en la mano y no cabe siquiera echarle el muerto al partido coaligado o a la cerrazón de los adversarios? Puede, como queda apuntado, tumbarse a la Bartola, gestionar el día a día y ronronear periódicamente a propósito de los asuntos que de verdad importan. La inercia burocrática y la vitalidad del país al pairo de una coyuntura bonacible disimularían quizá tal paripé de gobierno. Pero sería, asimismo, una estafa al electorado y un derroche históricamente punible de esta oportunidad singular. Oportunidad entre otras, pero principal a mi modo de ver, de centrar esta derecha valenciana sacudiéndole sus viejas querencias anacrónicas mediante el ejercicio sin melindres de las libertades todavía coartadas por corruptelas (las de RTVV, por ejemplo), pánico reverencial ante algún poder mediático o el esperpéntico -tanto como artificioso- conflicto lingüístico. Son alifafes domésticos, poco más que capitalinos, que el gobierno del PP, centrado, liberal y europeo, bien podría abordar con la beligerancia que despliega en la promoción de parques temáticos, o ha de desplegar -porque es inaplazable- en la conservación medioambiental de este afligido terruño. La próxima composición del Ejecutivo será indiciaria de los desafíos que asume el presidente Zaplana. Administrar descalabros es cosa distinta y requiere más atención que el espacio propiciado por estas líneas. Pero como mero apunte me parece significativo y digno de reflexión el embrollo que ha de estar asolando a los de Unión Valenciana. ¿Tienen todavía un lugar bajo el sol político? ¿Cómo puede ser que de tanto denuedo haya florecido tan magra respuesta? Claro que estas mismas preguntas, con los debidos matices, podrían formulárselas los líderes de Esquerra Unida. Pero presiento que en ambas circunstancias la respuesta será semejante: resistir. Un placebo de alucinógeno que muchos políticos se autorrecetan para sobrevivir entre un trastazo y otro.

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