El primer plato de la cena
Mientras que el debate en torno a la eventual interpretación de las europeas como primera vuelta de las generales siempre encontrará voluntarios, se halla fuera de duda que esos comicios sólo son el primer plato de la triple convocatoria de ayer. Por lo pronto, el orden de apertura de las urnas y la rapidez del recuento en colegio nacional único aseguraban que la suerte de los 64 escaños de Estrasburgo fuese conocida antes de la distribución de los 784 parlamentarios autonómicos y los 85.000 concejales; cuando ningún partido se proclame vencedor por mayoría absoluta en las 13 comunidades y los 8.000 ayuntamientos disputados, será necesario esperar a que los pactos poselectorales designen al presidente de la autonomía y al alcalde de la ciudad. La metáfora gastronómica también descansa sobre el papel que la consulta europea desempeña en la cena electoral como entrante ligero a dos platos fuertes de fundamento: los ciudadanos se juegan los garbanzos de la vida cotidiana realmente en los comicios autonómicos y municipales. La capacidad de los partidos para conservar sus plazas fuertes autonómicas o municipales y el desenlace de las elecciones locales en el País Vasco y en Ceuta y Melilla centrarán a partir de hoy la atención de los comentaristas.
Si los comicios autonómicos y locales son elecciones de segundo orden -en comparación con las legislativas- por la menor participación ciudadana, las elecciones europeas descenderían a tercera división de aplicarse los mismos criterios. Los altos porcentajes de abstención producidos en los países sin voto obligatorio prueban que la designación directa del Parlamento de Estrasburgo por los ciudadanos de la Unión Europea es cuando menos prematura. Si la participación fue ayer mucho mayor en España que entre nuestros vecinos, la razón ha sido la coincidencia de los comicios europeos con los municipales y autonómicos; cuando las elecciones europeas se celebraron en solitario, la abstención fue del 45% (1989) y 40% (1994). Abstracción hecha de los deberes pedagógicos exigibles a nuestros políticos en esta materia, la ausencia de una agenda específicamente europea en la campaña no ha sido culpa de la oferta, sino de la demanda: si los españoles hubiesen estado realmente interesados por la construcción europea, los partidos se habrían apresurado a suministrarles las propuestas necesarias para conseguir sus votos. Todo hace suponer que buena parte de los sufragios han sido utilizados en estas elecciones de tercer orden para ratificar la adhesión a unas siglas o para castigar a otras.
El PP aparece como el vencedor de las elecciones europeas (con el 39,7% de los votos), seguido por el PSOE (35,2%): la impotencia de IU para romper sus techos y el enclaustramiento territorial de las opciones nacionalistas confirman la sólida articulación bipartidista del mapa político español. Así pues, los 10 puntos que separaron en 1994 a populares y socialistas quedan reducidos a menos de la mitad; ese resultado podrá ser capitalizado tanto por los ganadores como por los colocados. De un lado, el PP mejora su posición relativa si se toma como referencia, no la sima por la que se despeñó el PSOE hace cinco años, sino la diferencia del 1,2% registrada en las generales de 1996. De otro, si se comparasen exclusivamente las europeas entre sí, no cabe descartar una recuperación aún mayor de los socialistas en las generales una vez que designen a su candidato. El retroceso de IU (5,7%) respecto a las europeas de 1994 (13,5%) e incluso a las generales de 1996 (10,5%) se produce cuando la coalición hegemonizada por el PCE se disponía a recoger la cosecha del divino árbol de la sabiduría política y de la rectitud moral regado por Anguita; la demagógica campaña lanzada por la coalición contra Javier Solana, acusándole de criminal de guerra por los bombardeos de la OTAN probablemente ha contribuido a su humillante derrota.
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