DÍAS EXTRAÑOS Peñíscola RAMÓN DE ESPAÑA
¡Qué bien se lo debe de estar pasando mi amigo Paco Betriu en Peñíscola! Y no únicamente porque el festival de cine de esa bonita localidad mediterránea le esté dedicando un homenaje en forma de retrospectiva de toda su obra, sino porque Peñíscola en pleno es digna de figurar en el imaginario planeta Betriu. Visualizo al amigo Paco dando una vuelta por la playa y mirando a esas señoras mayores que, previo arremangue del vestido floreado, se mojan los pies en la orilla mientras sus maridos, con la boina calada, atraviesan la arena en busca de una buena teta que llevarse a la vista. También le imagino, de noche, perdido en un mar de viajeros del Inserso que bailan un pasodoble en el salón del hotel, tratando de llegar a la relativa seguridad de su habitación, donde el ruidillo del órgano Hammond no le dejará pegar ojo hasta las tres de la madrugada... A cualquier otro, este panorama se le antojaría una pesadilla, pero estoy convencido de que Paco se lo está pasando bomba. También yo me lo pasé de miedo en Peñíscola hace unos años, cuando el simpático director del festival tuvo a bien invitarme a formar parte del jurado. Sé de algunos que han vuelto del pueblo en el que Samuel Bronston rodó El Cid echando pestes, pero que no cuenten con mi comprensión: carentes del necesario "Peñíscola state of mine", los pobres creyeron, sin duda, que iban a un festival de cine y no a esa divertida cachupinada en la que las películas son lo de menos y en la que uno se dedica, básicamente, a comer, a dormir y a tomar el sol. Peñíscola le prepara a uno para una vejez apacible y le hace pensar que tal vez, a fin de cuentas, el Inserso no sea tan mal invento. El festival de cine de comedia de Peñíscola es probablemente el único certamen de Occidente que proyecta películas que ya ha visto todo el mundo. Eso permite ahorrar un tiempo precioso (las sillas de la seudosala de proyección, además, tienen un equilibrio tan precario que en cualquier momento puedes acabar dando con tus nalgas en el suelo), tiempo que se dedica al sano esparcimiento preveraniego. Sí, de acuerdo, tal vez resultaría más enriquecedor culturalmente formar parte del jurado del festival de Cannes, pero ahí hay que trabajar y pegarse madrugones. Lo de Peñíscola es un asueto disfrazado de festival, y su director, afortunadamente, es el primero en no tomarse las cosas muy en serio: allí se va a veranear. Es lo que hacía el gran José Luis Dibildos, al que tuve el placer de conocer el año que formé parte del jurado. El hombre, que me contó todo tipo de batallitas estupendas mientras se liaba sus cigarrillos de picadura, se invitaba a sí mismo cada año y se dedicaba a la ingesta sin medida de arroz a banda. Aparcadas Laurita y Larita en Madrid o en Marbella, al productor que se inventó aquello de la Tercera Vía anticipándose oblicuamente a Tony Blair, le encantaba pasar unos días tomando el solete y charlando distendidamente con sus compañeros de profesión: ahí estaban Antonio Giménez Rico, con sus trajes de safari; Antonio Mercero, firmando autógrafos sin parar a niños, adultos y militares sin graduación; José Luis Borau, aportando la bendición de la Academia; José Luis Cuerda, poniendo en peligro con su contundente humanidad las birriosas sillas de la sala de proyección; Teddy Villalba, cuya esposa dirigía con una eficacia digna del general Wesley Clark las expediciones gastronómicas del mediodía y de la noche... De los festivales de verdad hay gente que vuelve de un humor de perros: te han obligado a madrugar para ver un pestiño, no te ha dado tiempo a comer en paz porque la siguiente proyección empezaba a las cuatro de la tarde, te han forzado a ir a la fiesta de presentación de una película que te ha repugnado... De Peñíscola, o eso es lo que me sucedió a mí, se vuelve a casa relajado, bronceado y con unos kilos de más. Amigo Paco, puede que durante los primeros días de rutina ciudadana tengas que caminar muy tieso, porque si te agachas igual se te sale una gamba de la oreja, pero te aseguro que no hay otros efectos secundarios.
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