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Tribuna
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La batalla de San Sebastián

Antonio Elorza

Existe la impresión generalizada de que en las próximas elecciones va a haber pocas sorpresas. El electorado ha ido solidificándose en torno a un bipartidismo imperfecto, roto sólo cuando los nacionalismos periféricos han hecho surgir subsistemas políticos, no menos consolidados. El PSOE salvará la cara, merced a la lealtad de sus votantes y por comparación con el descalabro de las europeas del 94. Quizá podrá incluso remediar en parte el desaguisado que en 1995 provocó el camino de soledad dictado a IU por Anguita, recuperando Asturias y algunas capitales andaluzas de manos del PP. Pero por lo visto en la campaña a sus principales líderes, nada hace pensar en un vuelco que sirviera de prólogo a una victoria en las parlamentarias del próximo año. Los salientes del PP se desenvuelven con plena seguridad: en Madrid, un personaje tan tosco como el alcalde Álvarez del Manzano se permite en el debate televisivo descalificar de plano a Fernando Morán, evocando incluso un supuesto origen político común de ambos. Zafio de pies a cabeza, pero convencido de que la victoria del domingo no se le escapa. A este panorama de sosiego, no escapa el País Vasco. El Pacto de Lizarra esparce sus beneficiosos efectos pacificadores y de los aguaceros de agresiones en meses anteriores sólo queda alguna que otra amenaza de muerte, el recordatorio de que la partida de la porra no olvida a sus posibles blancos -algo de lo que doy fe a título personal- y automóviles quemados de los que piensan que Euskal Herria debe ser ante todo una realidad cultural. Por comparación con el ayer no lejano, un verdadero paraíso, que lleva a los defensores de los derechos históricos a improvisar loas a ese frente nacionalista que convenientemente apoyado por los demócratas -frente al insensato ensayo pretérito de aislar a la entrañable HB- dará lugar nada menos que a una España grande. Claro que a semejante optimismo cabría oponer la cautela que recomienda un refrán vasco: "Onaren bakea gaiztoak nai dion artio", "La paz del bueno, hasta que quiera el malo". Las elecciones vascas del 25-O mostraron ya una cara cordial del nacionalismo, con un PNV que aplazaba toda reivindicación política hasta el 2003, actitud desmentida al día siguiente de los comicios. La tregua en la kale borroka confirma la hipótesis de que nada tiene de espontáneo y es un instrumento manejado a voluntad por HB-EH. El mensaje subliminal es claro: dadnos la hegemonía absoluta en Euskadi por las urnas y tendréis la paz. En otro caso, ateneos a las consecuencias. No hubo muertos en estos meses, pero sí una práctica nacionalsocialista de agresiones y amenazas para doblegar al adversario político, supuestamente antivasco, mirada con complacencia desde PNV y EA. El respeto que puede inspirar entonces el PNV no es el que nace de una gestión ecuánime de las instituciones democráticas. En espera de las arremetidas que cabe esperar de un Arzalluz victorioso con Otegi, la forma de respeto se expresaría mejor con el vocabulario taurino de la estación. Paz, diálogo y democracia son los instrumentos para resolver el problema. El optimismo ingenuo está de más. De ahí el papel central de las apretadas luchas electorales en las capitales vascas, descontada la primacía del PNV en Bilbao. Una victoria del frente abertzale en Donostia y Gasteiz permitiría la entrada en juego de la presión anticonstitucional desde la Asamblea de Municipios, representante en apariencia de la totalidad de la CAV. Legitimaría, entre comillas, la batalla lingüística de imposición del euskera en todos los ámbitos, en nombre de una normalización que recuerda el sentido de la política antidemocrática estalinista tras la Primavera de Praga. En el plano simbólico, especialmente en el ámbito donostiarra, sería el signo de que la capital, emblema del liberalismo guipuzcoano, había sucumbido al sitio de las fuerzas herederas del carlismo decimonónico. De ahí que estas elecciones, por un puñado de votos, puedan constituir un punto de inflexión en la historia vasca.

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