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Por una Europa política

Hasta ahora, en Europa, la economía ha ido por delante de la política. Es un hecho sobradamente conocido y sobre el que no sé si merece la pena extenderse. Ha imperado la lógica Monnet, que consistía en pensar que avanzando en la integración económica se crearía una situación de hecho que haría indispensable avanzar también en la integración política y la consolidación institucional. De alguna forma, Monnet pensaba que las instituciones (y la política) ya seguirían, en contra de la proclama de De Gaulle de que "la intendencia seguirá". Es posible que Monnet tuviera razón y es posible que no. El hecho es que estamos donde estamos, y hoy constatamos que Europa está coja por el desequilibrio que existe entre la fuerza de la integración económica y monetaria y la debilidad de la integración política. En todo caso, a mi entender, la unión monetaria, con el establecimiento del euro, constituye a la vez la culminación y el agotamiento de este modelo. Hoy hay que poner en primer plano el objetivo de la integración política. Ahora bien, el proceso de construcción política europea no se hará de una manera simple y lineal. A muchos, sin duda, nos gustaría que respondiera a una lógica federal clara y definida, un poco como la que se desprendería de un manual, y en la que la Comisión fuera cada vez más el Gobierno europeo, elegido por los ciudadanos. Pero me temo que no será exactamente así. La realidad se impone siempre, y la realidad nos dice que hoy el poder de decisión se encuentra aún en los Estados, y esto no lo podemos ignorar. Es por ello que probablemente la integración política no responderá a un planteamiento demasiado lineal y automático, sino que será el fruto de líneas de fuerza diversas, con orígenes y dinámicas propias, que a veces nacen incluso para contraponerse mútuamente -algunas de estas líneas surgen como reacción a las otras-, pero que fundamentalmente confluyen en un mismo resultado. Una de estas líneas de fuerza, la más obvia, es la que avanza en la dirección de concebir cada vez más a la Comisión como el embrión de un futuro Gobierno europeo. Es la más vieja y tradicional, la que probablemente responde con más claridad a una concepción federalista y que, por supuesto, hay que impulsar. Pero la Comisión es hoy aún, en buena medida, un poder vicario de los Estados. No tiene la autoridad que sólo se obtiene después de haber ganado unas elecciones. Y difícilmente puede tomar decisiones políticas de primer orden frente a los Estados. Por esto está surgiendo una segunda línea de fuerza, que es la que procede del propio Consejo de la Unión, es decir, de los Estados actuando y pensando (si es que los Estados piensan) en términos europeos. En función de los intereses globales de Europa y no de cada uno de ellos en particular. Es cierto que en tiempos recientes se ha producido más bien una renacionalización del proceso de integración europea. Hemos asistido a un desplazamiento del centro de gravedad desde las instituciones comunitarias hacia los Estados. Y, lo que es más grave, ha desaparecido una generación de líderes nacionales que eran capaces de ejercer un liderazgo europeísta, más allá de sus visiones particulares, o a partir precisamente de sus visiones particulares. Pero quizá hay que hacer de la necesidad virtud, y a partir de la constatación de esta realidad, tratar de crear las condiciones, los mecanismos que hagan inevitable que el Consejo y los Estados se vean obligados a actuar en clave comunitaria, a asumir un papel de dirección política realmente europea. Es en este sentido que la figura de Mr. Pesc puede ser muy positiva (por mucho que el nombre, fruto de esta tendencia a la banalización que impone el marketing de la política, me parezca detestable). Porque este Mr. Pesc, aun cuando se sitúe en la esfera del Consejo (es decir, intergubernamental) y no de la Comisión, se verá obligado a actuar en términos europeos y no de un país en concreto. El órgano hará la función, y con el tiempo adoptará decisiones e impulsará políticas en función de los intereses europeos, aunque ello pueda comportar ciertos enfrentamientos, como indiscutiblemente sucederá, con algunos Estados miembros. De alguna forma, creo que podemos confiar que en la figura de Mr. Pesc se acabará produciendo una transformación similar a la de Beckett: nombrado obispo por el rey Enrique II para que le sirviera, acabó enfrentándose con él, y muriendo por ello, por ser fiel en primer lugar a su deber como obispo (Beckett o el honor de Dios); Mr. Pesc, designado por los Estados, puede acabar enfrentándoseles por representar la voz de Europa. Y existe una tercera línea de fuerza, que está también surgiendo con empuje, que es la del Parlamento Europeo. No nos engañemos, los Estados miembros son aún los depositarios del poder político fundamental, pero en esta última etapa parece haberse debilitado, de forma ostensible, su impulso transformador europeísta. ¿Quién debe ser pues la fuerza propulsora de la construcción política europea? Es difícil contestar a esta pregunta. Si las sociedades europeas, sus protagonistas, las fuerzas vivas de cada país, y por supuesto, los partidos políticos, no se comprometen en ello claramente, difícilmente será posible Europa. Pero el Parlamento Europeo tiene un papel a jugar y lo está demostrando. Está buscando su lugar al sol. Con dudas y vacilaciones, a veces con excesos. Pero está diciendo que en el fondo es el único que tiene su origen en un acto de soberanía estrictamente europeo, y que tiene alguna cosa a decir, y no menor, en este proceso. Es por ello que, en el fondo, es positiva la crisis que ha llevado recientemente a la dimisión de la Comisión Europea, por mucho que los motivos inmediatos que aparentemente la han originado (los casos de corrupción y fraude) hayan podido tal vez tratarse de forma muy abusiva. Ahora bien, con el Parlamento tampoco basta. Creo que es la hora de levantar claramente y muy explícitamente la bandera del federalismo europeo. De ganar la batalla de los ciudadanos. Esto quiere decir de la opinión pública, de los empresarios, de los trabajadores, de los movimientos de opinión, a los que hay que explicar que hoy merece la pena luchar (y es por lo que más merece la pena hacerlo) por una Europa federal. Y naturalmente, es sobre todo la hora de los partidos políticos, que son los primeros que tienen que hacer pedagogía europeísta. No vamos a Europa para defender a España contra los demás. Vamos a Europa porque queremos más Europa y queremos estar en ella en primera línea, junto con los demás. Es la hora de situar este objetivo en el centro mismo de los programas. De avanzar, ¿porqué no?, hacia el partido de Europa, entendido, no hay que decirlo, no como un nuevo partido político en concurrencia con los otros, sino como un movimiento político que atraviesa horizontalmente todos los partidos, y va más allá con unos planteamientos comunes. El contenido de este proyecto federalista es, a mi entender, a la vez muy sencillo y muy ambicioso. Podría resumirse en dos puntos. Primer punto: queremos un Gobierno europeo elegido directamente por los ciudadanos y que responda ante ellos, porque sólo así éstos lo sentirán como suyo, y tendrá, frente a los Estados, toda la autoridad que sólo confiere este origen democrático. Segundo punto: queremos que este Gobierno tenga unas competencias claras y precisas en algunos campos cruciales como la moneda, la defensa, la política exterior y en parte de la fiscalidad. Esto es todo. Es mucho y es poco. Éste es el proyecto. Aún es pronto, pero llegará el momento en que vayamos a las elecciones defendiendo estos puntos y señalando que son los elementos esenciales de la Constitución europea. Y será esta Constitución federal europea la gran bandera que levantaremos. Hacia aquí tenemos que avanzar. Hoy las fuerzas de progreso han de estar especialmente interesadas en convertirse, cada vez más, en este partido de Europa. Los objetivos de solidaridad, igualdad, redistribución, la preservación de las políticas básicas de bienestar, la posibilidad de tener una voz en el mundo que pueda ser escuchada dependen cada vez más de que tengamos más Europa, de que podamos avanzar en la construcción política europea. Sin esta acción política transformadora de las fuerzas de progreso, Europa nos quedará coja. Hoy ya tenemos media Europa. Tenemos el mercado. Está bien, todos hemos salido beneficiados con ello. Pero nos falta la otra media Europa. Nos falta el poder político, sin el cual difícilmente podremos pesar en el mundo y llevar a cabo, en nuestra casa, las políticas que convienen a los ciudadanos europeos.

Antoni Castells es catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Barcelona.

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