La nueva Suráfrica
El liderazgo de Nelson Mandela ha resultado providencial para Suráfrica. Pero probablemente nada de su cuantiosa herencia de dignidad vale tanto como su decisión de ceder el poder a tiempo y entregar el testigo a otra generación. Thabo Mbeki, su vicepresidente, de 56 años, será designado la semana próxima por el Parlamento nuevo jefe del Estado tras la arrolladora victoria del Congreso Nacional Africano (CNA), el partido de la mayoría negra, en las recientes elecciones. Pocas cosas reflejan mejor lo conseguido por Suráfrica bajo el octogenario Mandela que la casi rutina bajo la que se han celebrado los últimos comicios, si se comparan con los 1.200 muertos habidos en los de 1994.Las segundas elecciones democráticas de Suráfrica han carecido de la alegría y la furia de las que acabaron con el régimen de apartheid. Los cinco años transcurridos han transformado el país que fuera estandarte de la segregación racial en un sistema de corte liberal, rara avis en un continente sacudido por dictaduras y guerras civiles. Las dimensiones del triunfo del CNA, que se daba por descontado, han superado las previsiones: un 66% de votos contra un escaso 10% de sus inmediatos rivales, los liberales del Partido Democrático. El que fuera baluarte del exclusivismo blanco, rebautizado Nuevo Partido Nacional, se ha desplomado al 7% y ha perdido su condición de principal formación opositora.
Con ser abrumadora la victoria del partido gobernante (266 de 400 escaños posibles), no ha llegado por los pelos a superar los dos tercios parlamentarios necesarios para enmendar la Constitución de 1996, objetivo declarado de Mbeki. Es probable que sea mejor para Suráfrica. Si el monopolio del poder es peligroso siempre y en cualquier lugar, lo es más en un Estado democrático incipiente donde el amiguismo y las corruptelas son todavía un signo claro de identidad política. El CNA tiene más de movimiento que de partido, y está poco acostumbrado a la idea de que gobernar es pactar.
El nuevo presidente tendrá que resistir la tentación de la arrogancia, la de confundir los intereses de los suyos con los de un país multirracial que no prosperará si no lo hacen a la vez sus hijos negros, blancos y mestizos. Tras el largo régimen de apartheid impuesto por un 10% de los surafricanos, Mandela ha concentrado en la reconciliación su presidencia. Pero su sucesor, al que pocos niegan honestidad y capacidad, carece del prestigio y carisma del hombre que pasó 27 pacientes años entre las rejas de Robben Island.
La agenda de Mbeki tendrá que ser mucho más práctica que moral. Lo que se espera de él es que combata eficazmente la pobreza, el desempleo masivo, una violencia y corrupción en alza, el galope del sida o las condiciones medievales del sistema escolar surafricano. En definitiva, que haga la vida menos dura para los ciudadanos. La prueba de fuego para su Gobierno, al que las urnas han dotado de todos los poderes necesarios, será su manejo de las emociones e intereses encontrados en la nueva etapa de uno de los países históricamente más turbulentos de África.
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