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Tribuna:
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Nuestra única herencia ANTONIO LIS

Me alegran, aunque no lleguen a conmoverme, las muestras de atención recibidas, en diversas formas y calidades, con motivo del artículo Ideología, centro y modernidad publicado en EL PAÍS hace ya unos días. Supongo que puedo reclamar comprensión si digo que tenía previsto publicar algún otro prolongando la línea del anterior. Pudiera, sin embargo, parecer obligado que me haga eco de las réplicas que he recibido. Intentaré combinar ambas cuestiones, pues sin querer renunciar al proyecto inicial, las respuestas recibidas me sitúan ante un dilema. Si no las tengo en cuenta, podría parecer que las desprecio. Pero si las contesto, me marcan el terreno de juego que, debo decirlo con franqueza, me resulta demasiado estrecho. De entre los que han comentado mi artículo anterior, el más esforzado es, sin duda, Josep Picó. Ahora bien, no participo de la catalogación de "magia" para lo que era una argumentación. Y a las pruebas me remito ¿Es magia o es argumentar decir que todo el artículo de Picó parte de una premisa ocultada, radicalmente ideológica, incapaz de someterse a una autocrítica seria? Pues, sin duda, ese es el caso. Picó califica mi artículo como vericueto de la filosofía de la historia. Se confunde categorialmente. Yo no tengo filosofía de la historia, porque ésta no sólo es ideología, sino la madre de todas las ideologías. Escribí un artículo crítico. La crítica no es la filosofía de la historia. Ésta cree que el tiempo histórico va interna e inexorablemente dirigido hacia una meta. La crítica pretende captar el presente en lo que tiene de específico. Son dos cosas muy distintas. La crítica asume la radical historicidad de las sociedades. La filosofía de la historia no soporta el vértigo de la historicidad y por eso cree que la historia conduce a una situación final por su propio movimiento progresivo. La ideología pretende tener acceso a una verdad capaz de regular ese curso progresivo. Hubo ideologías de derecha que pretendían que la historia regresase a las formas del orden político tradicional; y hubo ideologías de izquierda que pretendían haber conquistado una verdad científica capaz de impulsar a la historia a su meta última. Unas y otras son herencias de las que debemos desprendernos usando en común la potencia de la crítica. Picó no se ha desprendido de esa verdad suprahistórica. Por eso está dispuesto a juzgar los hechos de la historia con ese carácter definitivo. Así, comete el error de bulto de decir que los ideales de la Revolución francesa son de derechas. Una y otra vez insiste en que los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, junto con toda la Ilustración, son postulados de la derecha. Es evidente que Picó habla desde la posición de un espectador omnisciente de la historia, que en posesión de lo que es la verdad de la izquierda, poseída por él, los héroes de revoluciones como la francesa eran de derechas simplemente porque él califica aquellos movimientos como "revoluciones burguesas". Pero ésta es una identificación proyectada desde el presente e indica, bien a las claras, el abuso del esquematismo de izquierdas/derechas. La verdad no es absoluta. La pretensión de una verdad absoluta es el anhelo más básico de la ideología. Nietzsche lo sabía muy bien y, Marx, curiosamente, también. La crítica no busca esa verdad absoluta, sino que quiere construir un sentido común. Durante mucho tiempo se pensó que la ideología cohesionaba más que la crítica. Cuando miramos lo que está pasando en el PSOE o en IU, nos damos cuenta de que la cohesión de la ideología es más bien inoperante en una sociedad libre. Algún día se hará la historia personal de los intelectuales de izquierda del siglo XX, desde Lukács hasta Althusser, y se comprenderá hasta qué punto, en bastantes casos, su adhesión a las directivas políticas de sus partidos estaba motivada sencillamente por el miedo físico a perder la vida. Naturalmente, la crítica no tiene dueño. La realidad está ahí, al alcance de la mano de todos, y comprenderla en lo que tiene de propio no es un asunto de expertos o de especialistas. Todos pueden contribuir a esta tarea. La crítica puede impulsarla una formación de la llamada vieja derecha o de la llamada vieja izquierda. Tras ella habrán de salir profundamente renovadas. En el fondo eso es lo que hicieron las sociedades europeas tras 1945, al fundar el Estado del bienestar. Allí no se trató de un proceso de revisión teórica abstracta. Se trató ante todo de renunciar a una herencia de anteojeras que nos impide conocer la realidad social y, sobre todo, identificar sin prejuicios las necesidades de la gente, esas necesidades que se reclaman desde la mayoría de la ciudadanía y cuya solución pasa por fundar el mayor consenso posible entre la población. Esta actitud se funda en ideas acerca de la política, no en ideologías. Supone que la sociedad no está dividida en clases inevitablemente enfrentadas, ni alberga una lucha civil encubierta entre conservadores y progresistas irreductibles en su adscripción, ni permite las diferencias entre amigos y enemigos. Al contrario, esta idea entiende que, por debajo de intereses diferentes y parciales, la sociedad tiene como principal bien político la percepción de que es un todo, y que ninguna salvación puede proceder o ser patrimonio de una de sus partes. Por mucho que existan formaciones diferentes, absolutamente necesarias, los que quieran gobernar saben que su única aspiración posible ha de ser la de dar cuerpo a ese consenso básico desde la moderación y ampliación de la propia perspectiva. En el fondo, no debemos engañarnos: la legitimidad de una formación política ya no procede de la verdad racional de su ideología, ni de su fuerza, ni del entusiasmo que provoca, sino de esa capacidad de refundar la percepción de consenso básico sin el cual no puede existir una sociedad actual. No se trata de magia, entonces, sino de cuerpos y equipos políticos capaces de canalizar y fortalecer la estabilidad social, de ganar nuevas zonas de población para la cohesión social. Esto no se hace con ideología, sino con gestiones políticas capaces de elegir la más rentable, desde el punto de vista social, de entre las inversiones posibles de los recursos públicos, siempre escasos. Por mucho que no sepamos teóricamente cómo se organiza la atención a los intereses parciales en un consenso social amplio, reconocemos que ésa es la tarea de un partido y de una verdadera política moderna. Por eso, Picó llega a la extrema contradicción en su artículo cuando gasta más de la mitad de sus columnas alabando la gestión democrática del PSOE y del PSPV durante los pasados lustros. Lo que esa gestión tiene de aceptable -y no diré que no tiene elementos positivos- es justo por lo que tuvo de anti-ideológica. El mayor error de la izquierda española de los últimos años, sin embargo, ha sido precisamente su incapacidad para llevar hasta las últimas consecuencias ese proceso. La razón para dejar las cosas a medio hacer, y para haber vivido en una esquizofrenia que ahora pasa factura, realizando una gestión política postideológica y manteniendo en el alma los viejos dogmas de la ideología, es muy obvia. La izquierda, el PSOE, ha pretendido que la sociedad española le perdone su incapacidad para gestionar limpia y eficazmente recursos públicos masivos, y para eso ha reclamado la complicidad ideológica. Dentro de esa estrategia era inevitable que se presentara al PP como el heredero directo de las fuerzas políticas autoritarias y tradicionales. Pero se ha equivocado y se equivoca, porque la sociedad española es ya suficientemente crítica y madura como para poner el respeto a la transparencia y la exigencia de una representación política digna, por delante de la comunión en una ideología que, cuando se extrema artificialmente como armadura defensiva, no conduce sino a la tragedia. Debo, además, añadir con claridad que este operativo tampoco ha tenido éxito porque el PP ha demostrado que su legitimidad no se apoya en una triste historia, con la que todos los españoles rompieron en 1977, sino en la atención escrupulosa a los problemas que preocupan a la mayoría. Dicho sea sin menoscabo de las carencias y contradicciones no determinantes que siempre acompañan a todo gran proyecto de cambio. Nuestra única herencia es la que nos han dado los millones de votos en las elecciones de 1995 y 1996. Como diría Hannah Arendt, se trata de una herencia que no está escrita en testamento alguno, sino en la confianza puntual de la mayoría de los ciudadanos. Por eso sabemos que nuestro único bien, y nuestra única aspiración, es renovarla el día 13 de junio..

Antonio Lis es portavoz adjunto del Partido Popular

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