Tienda de campaña
LUIS DANIEL IZPIZUA Llovía. De manera que saqué mi tienda de campaña del bolsillo y la desplegué en pleno jardín de la plaza de Pío XII. Es lo que suelo hacer cuando decido irme a pasar la tarde a la naturaleza y veo que amenaza lluvia. Nada de llevar paraguas. Queda rancio, y la verdad, si me encontrara en plena naturaleza a alguien con paraguas paseando sendero arriba sendero abajo, pensaría que era un espía; uno que espera que pase la vaca en cuya ubre colocó el micrófono, me diría. No se crean, a veces la historia se cuece en los lugares más insospechados. El tañido de una esquila, por ejemplo, puede ser una clave a nada que nos descuidemos: tres tañidos, mugido, tres tañidos, y es el anuncio de la revolución. Por eso me gusta tanto la naturaleza, y por eso me escapo al parque siempre que puedo. Y aquí estoy, bajo el tamborileo de la lluvia en la tela. Aislado del mundanal trajín, se tiene la sensación de que algo está a punto de pasarle a uno por encima: ¿una manada de búfalos, las tropas de Gengis Khan, el tráfico rodado del barrio de Amara? Nunca se sabe, pero es seductora esa sensación de peligro que devuelve a la naturaleza a su natural. Desde que Petrarca ascendió al Mont Ventoux, el hombre se ha convertido en una cabra, y la naturaleza en un parquezuelo diseñado por Jeff Koons. Sólo en los parques recupera ésta su carácter agreste, sólo en ellos se puede experimentar el terror que acecha. Así que, asediado por la inminente catástrofe, me decido a sortearla con estoicismo y saco el recorte del artículo de macho Mailer sobre la guerra de Kosovo. Un artículo que suena a gestas heroicas y fraternidades, a tiempos en los que todavía se hacía la mili. ¿Puede un presidente que eludió la mili y confunde polvos con misiles hacer una guerra con fundamento? ¿Es la guerra un juego entre suspiros en el salón oval mientras alguien se baja los pantalones, o un descorche de champán en uno de los cócteles para los que se promociona Madeleine Albright?, me pregunto con ansiedad. Y de pronto, cuando parece que la lluvia ha remitido, destaca sobre el rugido que no cesa una musiquilla de coristas en el frente. Abandono a Mailer, abro la portezuela de mi tienda, y el garboso aire resuena con colorido de armisticio. ¡Ah júbilo!, exclamo, y caigo en la cuenta de que estamos en campaña electoral. Acabáramos. Frunzo los ojos, y diviso el careto portado en un vehículo como un estandarte al galope. Reconozco ese rostro; es uno de los de siempre. Bajo el embrujo de la musiquilla, parece la estampa de un santo invitando a un guateque a favor de alguna causa perdida, al que él no tiene pinta de asistir. Él tiene pinta de haber fallecido hace tiempo, una característica propia de los santos. Me interno en mi selva y me recuesto bajo la copa de un cedro. Canta un mirlo cercano y me pregunto si también él interpretará las cosas que ve como las interpreto yo. Pero llego a la conclusión de que él no está rodeado, no está asediado por la vorágine que nos acecha. Él no puede entender lo que chillan esas caravanas electorales. ¡Si él supiera que su juego consiste siempre en parodiar la guerra, que en esta tierra nuestra cada vez que hablan de soluciones nos presentan un panorama lleno de incógnitas! ¡Si supiera que hay que recurrir a la quiromancia para conocer las secretas intenciones de los partidos! ¿Pactarán, no pactarán? ¡Ah clamores de adulterio, de celos, de accouchement múltiple! ¿Se impondrá la insurgencia? Y en estas veo que un hombre se desliza en mi tienda. Corro allí y lo pillo in fraganti. Tiene una paloma en las manos, que según asegura se le ha escapado y se ha refugiado en mi choza. Se la quito, palpo el anillo y arranco el mensaje : "Llévale esto a Pugachov de mi parte". ¡Ajá, conque es usted el espía que coloca micrófonos en las ubres de las vacas!, le grito. Pero él me responde que se trata de un juego de citas literarias de las que hay que acertar el autor, y que esa es muy fácil. Luego se envalentona y exclama : En ambos extremos refulgirán las hogueras; Pugachov está a punto de llegar. Lo veo marcharse. Las caravanas electorales vuelven melifluo el aire y compruebo que la gente las mira con indiferencia. Me digo que, afortunadamente, Pugachov se ha de llevar un chasco. Ojalá reviente.
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