A veinte duros
LUIS MANUEL RUIZ Quizá mi entusiasmo sea difícil de contagiar, pero a mí me fascinan las épocas de elecciones. Habitualmente este requisito de cada año democrático se contempla con un poco de incomodidad y de tedio, la gente acaba harta de que colapsen sus buzones con promesas de gestiones impecables, de que un mismo rostro de dudoso talante político se multiplique casi cómicamente por todos los postes y farolas de la localidad; y hay más: a la gente le desquician las obras obligatorias que el Ayuntamiento emprende cada cuatro años, remozando aceras o plantando glorietas, en un desesperado y último intento de rescate de esos indecisos que pueden aportar otro concejal por el módico precio de algunos milloncejos en urbanismo. A algunos les escandaliza la política de tierra quemada que subyace a todo este complejo de maniobras: corporaciones municipales que no ven demasiado segura su perpetuación en los cargos hacen suyo aquel eslogan de una famosa aristócrata del pasado y proclaman que, después de ellas, el diluvio; antes de cerrar una legislatura con beneficios, antes de dejar el superávit al enemigo, se incendian las naves y patrocinamos todos los festivales, encuentros de jubilados, accesos para minusválidos y rotondas que hagan falta. Pero yo amo las semanas de campaña, esa gran fiesta de la democracia según la retórica de los telediarios, porque ofrece la oportunidad perfecta para comprobar cómo la ambición por los cargos públicos amansa mucho más a las fieras que la música del clásico adagio. Unos deploran el oportunismo y la hipocresía, otros dan en asegurar que la democracia, como el Rocío, es todo el año, y no un paréntesis de varios días en que por fin el ciudadano tiene el candidato al alcance de la lengua o el estoque. Las campañas masivas, la susodicha albañilería en plena vía pública, los rostros que flotan sobre las farolas, las furgonetas que van chillando por los altavoces el jingle del partido son productos democráticos de la mejor hornada norteamericana, la de la hamburguesa, de esa que lleva el combate político de los programas de mano a los de televisión, de la que sustituye una declaración de intenciones por un retrato inverosímil estampado sobre una valla. Hacernos una democracia adulta ha significado eso: resbalar en la sociedad de consumo, que aquí en España y aquí en el Sur es la de la tienda de los veinte duros; soluciones a corto plazo, economía doméstica que en poco tiempo se convierte en despertador averiado, bolígrafo que se niega a avanzar o taza de cerámica con sus irremediables grietas en el borde. Así y con todo, sigo defendiendo la época de campaña por cuanto tiene de estupefaciente, por cuanto en ella hay de acicate para el optimismo, de amortiguador de una áspera y desangelada realidad. Parece que por un breve lapso la administración se acuerda del ciudadano, que sus exigencias pueden ser atendidas. El político se coloca a ras de la calle, pasea por las aceras impartiendo abrazos y solemnes garantías. Por fin el paso de peatones que reclamábamos está en el asfalto, por fin un espectáculo medianamente decente en el precario teatro municipal. Y parece que el futuro es cómodo y deseable como un piso a recién estrenar; lástima que después llegue el tiempo del ejercicio, los cuatro años de sequía y el irremediable olvido.
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