Maquetas
ADOLF BELTRAN Como niños ante su scalextric, su tren en miniatura o su casa de muñecas, los políticos del PP se fotografían con maquetas y planos de sus proyectos favoritos, más o menos irreales: José Luis Gimeno con el Waterfront, Eduardo Zaplana con Terra Mítica, Luis Díaz Alperi con la Ciudad de la Luz y el Palacio de Congresos, Rita Barberá con la Prolongación de la avenida de Blasco Ibáñez y el Balcón al Mar, Carlos Fabra con Mundo Ilusión... La fiebre de las maquetas se acentúa cuando asoman las elecciones en el horizonte, pero suele caracterizar una manera de estar en la política tremendamente contagiosa. Aunque es también el resultado de la prosaica concepción de la gestión pública como una venta de imagen, se trata, en el fondo, de un mecanismo de reanclaje de los políticos de la oportunidad. Incapaces de cartogarfiar con un poco de solvencia un modelo de sociedad, se aferran a los juguetes que les suministra el poder con la misma avidez que impulsan hasta el paroxismo los rituales más rancios de la tradición. El kitsch del ocio y la urbanización se une al de la fiesta y la religión. Ésa es su forma básica de defenderse del descentramiento de la modernidad. Por eso no hay que ver en su embelesamiento infantil ante el boceto de su proyecto sólo el rostro de la vanidad, sino el producto de la desazón. Todas esas maquetas, en definitiva, son hitos de un desconcierto, mojones en la topografía de la inanidad. Quieren hacer algo en una sociedad cuya complejidad prefieren no entender y que, en la mayoría de los casos, ya les parece bien como está. Emplean sin remordimientos los repertorios técnicos más llamativos al servicio del tópico o de la idea del servicio público más banal. Y lo hacen a menudo guiados por el instinto del negocio y la rapacidad. No importa que sientan en su piel la mirada del escepticismo, el aguijón de la crítica o el golpe de la indiferencia y del rechazo popular. Que nadie lo dude. Si alguien les quita sus juguetes, se pondrán a llorar.
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