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Plural de inmodestia

PEDRO UGARTE Pronto caerán sobre nosotros los efectos de una nueva campaña electoral, pero uno quería referirse ahora a un especial modo retórico que utilizan los políticos en cualquier época del año: la interiorización del plural, en favor de sus colores, y el emplazamiento del adversario en la más absoluta soledad, como si la democracia no diera también a éste el respaldo de las urnas. El recurso dialéctico es conocido, bastante falaz, pero de efectos esencialmente perversos. Vayan unos ejemplos multicolores, ideados al azar por el que escribe: "Los españoles no vamos a dar a Pujol todo lo que quiera". "Los socialistas tenemos que parar a Aznar". Curiosamente, la organización que ha tenido hasta ahora de una dirección política colegiada, Euskal Herritarrok, está viendo crecer en boca de sus adversarios ese implícito y solitario liderazgo de Otegi. Hasta hace poco existía una gran preocupación porque detrás de HB-EH había un informe, pero también consistente, electorado. Sin embargo ahora ya van consiguiendo meter a la coalición en el mismo entramado lingüístico: parece que todo movimiento del abertzalismo radical es fruto del capricho de Otegi y no del complicado juego de equilibrios y reequilibrios que sin duda el dirigente debe practicar (no hay que ser un gran analista para imaginarlo), dentro y fuera de su obtuso electorado. El recurso retórico es engañoso. Se pretende obviar la realidad de que el adversario también cuenta con el respaldo de muchos votos. Las demandas de la Generalitat se transfiguran en la voluntad neurótica de su president. Aznar parece haber llegado a La Moncloa de chiripa. Arzalluz no representa las aspiraciones políticas de una buena porción del pueblo vasco sino sus estrictas manías personales. Sólo en los últimos meses, la falta en el Partido Socialista de un liderazgo claro le salva de verse condenado al mismo recurso, aunque bien es verdad que antes lo sufrió con especial dramatismo: recuerden el célebre: "González, váyase". En definitiva, la técnica consiste en lo siguiente: no somos nosotros contra ellos. Se trata de nosotros contra él, ya que, como bien se sabe, nosotros somos muchos, varios y plurales, mientras que él es una especie de incómodo pedrusco en el camino de la libertad, que sin duda nosotros representamos en exclusiva. En los primeros tiempos de la transición, cuando la publicidad electoral nos obsequiaba con organizaciones variopintas como Partido Revolucionario de los Trabajadores Socialistas Internacionalistas, aquellas candidaturas secretas se presentaban como "reuniones de partidos, sindicatos, grupos sociales y asociaciones de vecinos", a pesar de que después, en el recuento, ni siquiera obtuvieran tantos votos como presuntas organizaciones decían representar. La democracia exige el nosotros, pero la agresiva retórica política exige emplazar al adversario en una soledad recalcitrante y antipática. Y para ello nada más efectivo que utilizar su nombre. "No vamos a transigir ante las bravatas de Arzalluz". "Tenemos que echar a Fraga del Gobierno de Galicia". "Los españoles no van a hincar la rodilla ante Egibar y Otegi". Atribuirse los plurales es legítimo, pero personalizar en un apellido la voluntad de los demás es tendencioso. La gente no obtiene cargos públicos ni puestos en los partidos por arte de birlibirloque, aunque en el fondo nos gustaría que fuera así. Nos gustaría que el adversario fuera una especie de transfiguración de nuestras peores pesadillas, una transgresión de las leyes de la lógica, que conjuraríamos inmediatamente con la inmarcesible legitimidad de nuestros propios votos. Pero eso no es tan fácil. Eso sólo ocurre con las dictaduras. Franco, a ese respecto, era Franco. Inevitablemente, solitariamente Franco. Qué buenas son las dictaduras para utilizar, sin incomodidad alguna, el singular que corresponde a quienes nunca pidieron el respaldo de la gente.

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