Ulises y las sirenas
Con palmaria reacción de alivio ha acogido la clase política la dimisión de Borrell. Es verdad que "no parecía de los nuestros", pero lo realmente chocante para esta corporación había sido el procedimiento a través del cual había irrumpido en el centro de la escena: las primarias. Aznar, con su recurrente displicencia de guiñol, despachaba el asunto como la consecuencia esperada de la pirueta de las primarias. Un Cascos sentencioso encontraba la explicación de este nuevo tropiezo en que el partido socialista había perdido el paraíso que ellos habían al fin encontrado: un jefe incuestionable, un aparato blindado y un sistema de propaganda. Por su parte, Felipe, más conspicuo siempre para lo de fuera que para lo de dentro, desesperado por las consecuencias pero sin atinar con las causas, instaba a Almunia: "Joaquín, pon orden". Al día siguiente, la ejecutiva del PSOE decidía suspender, al menos temporalmente, el sistema de primarias.Una misma pasión ofusca por igual a quienes a derecha e izquierda, en el centro o en la periferia, usufructúan casi en régimen de monopolio la mayoría de los recursos políticos. Quieren disponer de estructuras políticas aligeradas de constricciones jurídicas y controles democráticos que les conviertan en invulnerables, les perpetúen en su poder y sitúen bajo mínimos la competición política. Los perfiles resultantes de esta pretensión son concentración del poder en pocas manos y extraordinaria capacidad de maniobra gracias a una difusa red de relaciones clientelares y una relación simbiótica con el Estado. Todo ello al precio de patrimonializar los recursos públicos, desincentivar la participación política y multiplicar las prácticas de manipulación y colusión. La deriva de esta modalidad de organización suele conducir a la impunidad y trampas a la legalidad, a partidos autistas, desafección ciudadana, democracia de baja calidad y, a la postre, a una acción política hipotecada y sin sustancia. Pues bien, la reacción de las primarias simbolizó un grito de rebeldía contra este estado de cosas, significó una revuelta de ciudadanos frente a dirigentes irresponsables, que no dan cuenta, no se hacen cargo de las consecuencias de sus actos y son insensibles a sus demandas. Por eso, ningunear el alcance de las primarias, como desde un principio muchos han pretendido, parece un alarde de cinismo o ignorancia contumaz.
Sea o no afortunado el nombre, la iniciativa no trata de forzar un injerto de ingeniería constitucional transoceánica, sino de dar cumplimiento a ese artículo 6 de nuestra Constitución, que dispone la democracia interna de los partidos, pero que hasta el presente se nos antoja un brindis al sol. Las primarias, además, continúan una experiencia, iniciada hace algún tiempo en otros partidos socialdemócratas europeos, orientada a la cesión de poder de las cúpulas en favor de una base militante y electoral que gana oportunidades de información, así como de evaluación y elección de sus dirigentes. Por otro lado, quienes han pretendido asimilar las primarias a la democracia directa olvidan que la democracia representativa consiste justamente en la posibilidad de elegir a quienes en nuestro nombre toman las decisiones. En ese sentido, y sabiendo que la estructura de oportunidades de un partido se reduce de hecho a su sistema electoral interno, las primarias optimizan el rendimiento de la representación, ya que actúan como antídoto frente a la congelación de las élites, favorecen la responsabilización de los dirigentes y contribuyen a que los ciudadanos condicionen en cierto sentido la definición de la oferta política.
El poder de los partidos, diría Ferrajoli, ha devenido un "poder salvaje", no tanto por violación del derecho cuanto por ausencia del mismo. La falta en el ámbito de los partidos de una disciplina legal rigurosa, de técnicas de limitación del poder y de controles democráticos evidencia un rendimiento deficiente de nuestra democracia constitucional. Así pues, si los líderes políticos meditasen en la conexión existente entre estas graves insuficiencias y las sacudidas que con demasiada frecuencia experimenta nuestra vida política, al igual que Ulises frente a las sirenas, se autoimpondrían cuantas constricciones y vínculos normativos fuesen necesarios para arribar a una Ley de de Partidos de inspiración garantista. Así, fruto de una voluntad de pacto de refundación, un nuevo régimen jurídico de los partidos sustituiría a la aún vigente normativa preconstitucional y estipularía los derechos de los afiliados, la generalización del voto secreto para la elección de personas, la limitación de mandatos y puestos a ocupar y la elección por el conjunto de afiliados de las cúpulas ejecutivas y de candidatos a puestos de elección externa. Éste sería, sin duda, el mejor eco de la experiencia de las primarias.
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