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Los Balcanes y la "balcanización"

Todo aquel que aborda los Balcanes no tarda en darse cuenta de sus contradicciones. ¿Es una verdadera península o un gran bloque de continente inmerso en la cuenca mediterránea? Es lo uno y lo otro al mismo tiempo o, dependiendo del lugar, lo uno o lo otro. Muchos mares diferentes bañan sus costas: el Adriático, el Jónico, el Egeo, sin olvidar, en los confines, el que llamamos el Negro y el de Mármara. No todo el litoral es marítimo, y las tierras del interior son, en su mayor parte, montañosas. Ninguno de los cinco mares que los rodean dio su nombre a este espacio, sino el relieve de su interior: las elevaciones que los antiguos geógrafos llamaban Haemus y catena mundi, a las que los eslavos dieron el nombre de "Viejo Monte" ( Stara planina), y los turcos tradujeron en su lengua por Balcanes.Esta zona está sujeta a grandes movimientos telúricos. Allí los terremotos son frecuentes y devastadores. Numerosas ciudades de la costa fueron engullidas por las olas. Muchas islas desaparecieron o cambiaron de lugar desde tiempos inmemoriales, mitológicos. Son numerosos los lugares en los que uno cree percibir en el fondo del mar, cerca de la orilla, las ruinas de antiguos palacios, puertos y malecones junto a los cuales probablemente yacen pecios, llenos de tesoros fabulosos. Las sacudidas sísmicas y las variaciones tectónicas que ellas provocan no son en este caso meras metáforas. Algunos relacionan estos fenómenos con las mentalidades y los estados de ánimo de los habitantes de los alrededores. Hay más de un argumento que podría conducirnos a este género de hipótesis, más atractivas que probables.

En el pasado, los Balcanes también se llamaron península iliria, griega, bizantina (y más recientemente, "Turquía Europea"), lo que revela, entre otras cosas, las diversas apropiaciones o pertenencias de esos paisajes. A diferencia de sus primas Apenina e Ibérica, están separadas del continente por cadenas de montañas (Alpes, Pirineos), la península balcánica no tiene una barrera lo bastante marcada o visible frente a Europa occidental. Para algunos geógrafos e historiadores, son los cursos fluviales -Danubio, Sava y Kupa- los que constituyen las fronteras de ese espacio, o, en lo que respecta más específicamente a la costa, el Quarnero, el golfo de Rijeka o incluso el de Trieste, según apreciaciones que, en ocasiones, resultan difíciles de admitir o de comprender. Hay que añadir que los geógrafos y los historiadores rara vez están de acuerdo sobre estos trazados y que las tesis de unos y de otros varían de una época a otra, según sus orígenes o las circunstancias ambientes.

Los Balcanes se identifican a menudo con el Oriente de Europa, en función del ángulo bajo el cual se observen y del punto de vista que se adopte. Se ha repetido en numerosas ocasiones que, para aquellos que miran desde Alemania central, la zona de turbulencias empieza ya en Múnich o en Viena; los habitantes de estas dos ciudades desplazan esta frontera indeterminada hacia Liubliana o Zagreb, mientras que los eslovenos o los croatas la empujan también bastante más al Este, hacia Belgrado o Sarajevo, no sin segundas intenciones. Una polémica bastante significativa a este respecto estalló no hace mucho, tras el juicio emitido por un eminente escritor francés, especialista en literatura griega, que consideraba a Grecia y a su política actual bastante más "balcánicas" que mediterráneas: una salva de réplicas, ofendidas y defensivas, acogió esta opinión traidora del antiguo amigo.

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La cuestión de la multiplicidad y la variación demográfica es tan vieja como los propios Balcanes. Ha despertado el interés o las pasiones tanto de sabios ilustres como de los más vulgares charlatanes. Encontré una tentativa muy curiosa en un canónigo de Sibenik que tenía un nombre latino, Georgios Sisgorens, y otro croata, Juraj Sisgorich (vivía en el Renacimiento y cantaba a la gloria de Venecia a la vez que recopilaba obras populares eslavas): con auténtica erudición, intentó censar los pueblos o las tribus balcánicas, basándose en testimonios de la antigüedad y proporcionándonos gran número de nombres extraños y exóticos de nuestros ancestros: "enquelenos (Enchelae), himanios, peucenios (Peuciai), según Calímaco; los seretos, sirápilos, iasios (Iasi), andisetes (o Sandisetes), calofios (Calophani ) y breucienos (Breuci) según Plinio; los nóricos (Norici), antintanos, ardeyos (Ardiei ), palarios y japodes, y los tribales (Tribali), daisios (Daysii), istrios (Histri), liburnios (Liburni), dálmatas ( Dalmaciae), curetes (Croatas)", etcétera. No hace falta decir que hay que añadir otros eslavos, así como a las viejas poblaciones romanas que éstos desplazaron, sin olvidar a los ilirios y a los tracios, antepasados de los albaneses que tanto sufren en estos momentos, a los godos y a los celtas, que también dejaron algunas heridas mal curadas en las memorias y, en primer lugar, a los griegos y los pelasgos que los precedieron en nuestra península y a los pecenegos, manios, morlacos o valacos negros (Mauri Volcae) junto con otros muchos que merecerían ser citados y que son omitidos por falta de espacio en este texto o en los Balcanes mismos.

A estas diferencias étnicas y lingüísticas se añaden las divergencias mitológicas y de imaginarios. Allí cada cual tiene orígenes muy antiguos y profundos y cierto derecho de prioridad frente a los demás. El derecho histórico, que se opone al derecho natural, ve surgir a menudo un "derecho" prehistórico que le contesta a su vez. Durante largo tiempo, la historia misma ha visto naciones que "llegan" y "se instalan", en vez de naciones que se funden y se mezclan. No ha sido fácil tener en cuenta todo lo que tienen de común y lo que realmente las enfrenta entre sí, sobre todo en el momento en que intentan transformarse en Estados y presentarse en el anfiteatro de la modernidad.

En este relato tan dilatado en el tiempo tenía que registrarse más de una fractura. La más profunda es probablemente la que produjo el cisma cristiano, al dividir las iglesias y la fe, los imperios y el poder, los estilos y la escritura. Europa y el Mediterráneo se escindieron exactamente en el seno de los Balcanes. En el foso que se abrió entre el catolicismo y la ortodoxia se insertó el islam. Allí se resumen y se manifiestan las contradicciones que sacuden al Mediterráneo. Allí -y tal vez no por casualidad- la literatura evolucionó mucho más que el progreso social o económico.

Sería un error ver en esta nueva guerra en los Balcanes una guerra de religión. La fe está ausente. Sin embargo, a lo largo de los siglos y durante casi un milenio, la diferencia entre religiones se convertía con frecuencia en una oposición recíproca; tal oposición se transformaba fácilmente en intolerancia; la intolerancia generaba a su vez algunas formas de odio o

Predrag Matvejevic es escritor ex yugoslavo, de origen croata y ruso.

Los Balcanes y la "balcanización"

de conflicto. Estas cuestiones, difíciles de conciliar o de pactar, afloraban cada vez que las circunstancias se prestaban a ello y se convertían en otros tantos objetos de manipulación. Los señores de la última guerra han hecho abundante uso de ello. Justamente por ello es por lo que las contradicciones, que no tienen más que un origen religioso muy lejano, han podido contribuir a alimentar una guerra que nada tiene que ver con la religión. Paradojas similares no son raras en un territorio que, como se ha dicho a menudo, "produce más historia de la que puede consumir".Por la fuerza de las circunstancias, los verdaderos sentimientos laicos han sido ajenos a la mayoría de los pueblos balcánicos. No se trata únicamente de una falta de laicismo respecto a la fe. Se observa una carencia análoga de espíritu laico respecto a una idea religiosa de la nación e, igualmente, respecto a una ideología convertida en religión. Estos fenómenos no se limitan a los Balcanes; los encontramos en casi todo el perímetro del Mediterráneo y en otros lugares. En este contexto, una cultura nacional se transforma fácilmente en una ideología de la nación. La literatura se reduce a una "literatura nacional" en el sentido restrictivo del término. Las energías del individuo y de la colectividad se ven absorbidas por el nacionalismo. Y las consecuencias son bien conocidas.

A menudo se trata de fracturas que recorren esta parte de nuestro continente y favorecen de diferentes formas la célebre "balcanización" (uno de nuestros maestros nos aconsejaba: no dudéis en repetir las cosas importantes si nadie os escucha). Sobre los espacios balcánicos se encuentran los vestigios de los imperios supranacionales y los restos de los nuevos Estados recortados a merced de los acuerdos internacionales y de los programas nacionales, ideas de la nación que datan del siglo XIX e ideologías surgidas del "socialismo real" en el siglo XX, herencias de las dos guerras mundiales y de una guerra fría, vicisitudes de la Europa del Este y de la del Oeste, relaciones ambiguas entre los países desarrollados y aquellos "en vías de desarrollo", tangentes y transversales Este-Oeste y Norte-Sur, vínculos y rupturas entre el Mediterráneo y Europa, entre Europa y "la otra Europa". Otras tantas divisiones y grietas, líneas de partición o de fronteras, materiales o espirituales, sociales y culturales: este territorio lleva muchas marcas y heridas infligidas por la historia o, a menudo, por un pasado al que no le ha sido dado ser realmente histórico. Toda voluntad de ampliarse en detrimento del otro se muestra a fin de cuentas vana o termina en la locura nacionalista: no hay lugar para una "gran Serbia", una "gran Albania", ayer una "gran Croacia" o anteayer una "gran Bulgaria"... El espacio balcánico es demasiado limitado para tales ambiciones, sus fronteras ya están fijadas, los repartos ya están hechos.

Entre los otros problemas diferentes que plantea una actualidad envenenada por la guerra de Kosovo, cuando la población albanesa de esta región es expulsada cruelmente de sus hogares y los aviones de la OTAN bombardean no sólo el entorno de un sátrapa, culpable sin remedio, sino también al pueblo, que, es en última instancia, víctima de su tiranía, la cuestión de Rusia y de sus relaciones tradicionales con los Balcanes adquiere especial relevancia. El papel de esta antigua potencia depende en primer lugar de sí misma y de su posible transformación: ¿seguirá siendo tradicional y conservadora como antaño o será por fin más progresista y moderna de lo que lo fue en el pasado? ¿Será "santa" o profana, ortodoxa o cismática, más "blanca" que "roja" o a la inversa, menos eslavófila que occidentalista, tan europea como asiática? ¿Será más una "Rusia a la que la razón no podría abrazar y en la que sólo se puede creer" (como decía el poeta Tiuchov en el siglo XIX) o bien la Rusia "robusta y de culo gordo" (toistuzudaia) que cantó Alexandr Blok durante la revolución? "¿Con Cristo" o "sin la cruz", mística y mesiánica a su modo, o "populista" y laica al mismo tiempo? ¿Una verdadera democracia o la simple "democratura" en la que corre el riesgo de convertirse? ¿Únicamente "rusa" (russkaia) o "de todas las Rusias" (rossiskaia)? Sea lo que sea, Rusia deberá contar con todo lo que le dejó la antigua Unión Soviética y también con todo aquello de lo que la privó, quizá para siempre. Si olvida o subestima sus propias contradicciones, no podrá ayudar a nadie, especialmente en los Balcanes.

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