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Tribuna
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Palabras

LUIS GARCÍA MONTERO Había decidido no escribir más sobre la guerra. Las palabras, las buenas o malas palabras, resultan insoportablemente falsas después de ver las imágenes del sufrimiento y de imaginar las consecuencias futuras de la destrucción calculada de un país. El amor y la muerte suponen una frontera cortante en el lenguaje, un abismo, porque no se pueden verbalizar. El amor y la muerte son el extremo último de la palabra, la sombra que los ojos llevan en los talones de sus miedos y sus sorpresas. El enamorado recorre las calles y ve la silueta de su amor en todas las esquinas, en todas las mesas de las cafeterías, en las puertas de los comercios y en las ventanas de las casas. El amor divide los cuerpos y los reparte en caras, sonrisas, espaldas, cabellos, ojos y manos que habitan las ciudades con una sorprendente insistencia. Se trata de la misma rotundidad de miedos y catástrofes que se apodera de nosotros cuando contemplamos la guerra, aunque sea en la distancia de los televisores, los eufemismos, las estadísticas y la desinformación. Mientras los portavoces del militarismo repiten implacablemente que los bombardeos deben continuar, cuando ya se hace imposible aceptar que nadie crea de buena fe en las razones humanitarias de una intervención bélica, la muerte y el dolor fragmentan su geografía de cuerpos rotos, las imágenes de las víctimas, la miseria humana de la destrucción. En las plazas, en las esquinas, en los sótanos de todas las ciudades flotan las caras hundidas de los refugiados albanokosovares, el espanto de las familias serbias, el silencio de los periodistas bombardeados, la existencia futura de un pueblo que deberá sobrevivir a mitad de camino entre el odio y las ruinas. Mientras las democracias occidentales enseñan a sus jóvenes la lección de la muerte y los misiles, Yugoslavia le enseñará a los suyos el catecismo de la pobreza y el rencor. El amor, la guerra y la muerte no se pueden verbalizar. Hace falta una voluntad imperiosa de comunicación, un esfuerzo ético por decir lo que no se puede decir. El miércoles pasado se reunió en Granada una pequeña multitud sin palabras, cuatro o cinco mil ciudadanos, para manifestarse contra la limpieza étnica de Milosevic y contra el terrorismo internacional de la OTAN. Los manifestantes no sólo se oponían a la guerra, sino que al mismo tiempo intentaban recuperar su palabra y su derecho a la política. La política es algo más que el ámbito de la mentira, la corrupción, el yo robo, pero cállate que tú has robado más, la ley de los mercaderes y el club internacional del rifle. La política es el deseo humano por construir la felicidad pública, y cuando los políticos renuncian a ella la ciudadanía debe tomar la palabra, manifestarse, hablar hasta quedarse sin palabras. Los organizadores me pidieron que leyese el comunicado de la convocatoria. Al terminar, Carmen, una señora apasionada, me exigió que volviera a coger el micrófono, porque había criticado a Milosevic, Aznar y Solana, pero me había olvidado de Clinton, el máximo culpable. Como entonces no pude satisfacerla, lo hago ahora, consignando aquí nuestro desprecio por la política de Clinton. Carmen, como el resto de los ciudadanos manifestantes, tiene derecho a que su palabra se haga pública.

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