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Deshonor y guerra

Si la guerra es la continuación de la política mediante el uso de la violencia parece claro que la racionalidad de la tercera guerra yugoslava depende en buena medida de los objetivos políticos que las partes tratan de obtener. Por parte de Milosevic las cosas parecen claras: el régimen yugoslavo persigue cuatro objetivos: el primero de ellos es durar, lo que exige matener y reproducir una elevada tensión nacionalista entre una población particularmente sensible; el segundo es liquidar el quiste albanés en la "cuna de la Nación", en el Kosovo, lo que exige la limpieza étnica, de ser posible total, de no serlo aquella que produzca una situación de reequilibrio étnico en favor de la población serbia, una situación mejor que el 9 a 1 existente hasta finales de marzo; el tercero es atraer al seno yugoslavo a la frágil Macedonia; el último configurar una nueva Yugoslavia étnicamente homogénea y bajo hegemonia serbia. Por parte de la OTAN todo parece indicar que ni hubo una política consistente antes de la guerra, ni la hay en el curso de la misma, ni parece haber un diseño post-bélico que responda a un modelo coherente. De ahí que Milosevic esté ganando en el terreno político, por mucho que los serbios padezcan bajo las bombas. Pues en una cultura que no tiene una alta valoración de la vida y persona humanas no cabe esperar sino la conducta del régimen de Belgrado: los serbios, esa carne de cañón. A estas alturas es innegable que el planteamiento otaniano del conflicto es un verdadero monumento a la estupidez. La posición de la Alianza en general, y de USA en particular, parece diseñada de propósito para ilustrar la feroz crítica del "gobierno por sondeos" que en su "Homo Videns" hace Sartori. Lo es desde la perspectiva estrictamente militar, como ya se ha puesto de relieve, pero lo es más aún desde el punto de vista político. Y es que frente al diseño fascista del régimen de Belgrado, monstruoso pero coherente y dotado de apoyo social, no hay otra cosa que la preocupación humanitaria de evitar el genocidio, lo cual está muy bien, pero sí y sólo sí aquella se articula mediante un proyecto político que permita apagar la hoguera balcánica con las menores bajas posibles. Y eso es lo que, lamentablemente, brilla por su ausencia. Porque los proyectos de desarrollo económico que elabora estos días la UE dan por supuesto que se ha resuelto lo esencial: que hay un modelo político consistente y estable para la región, y que la guerra es el recurso, doloroso y necesario, para imponerlo. Y eso no se ve por parte alguna. Tal parece que diplomáticos y militares estén actuando al servicio de una dirección política carente de...dirección. Y de memoria, porque la crisis yugoslava la comenzó Milosevic en Kosovo hace diez años. Pensar que es factible la estabilidad política (y económica por ende) en la zona cuando en su corazón hay una Serbia ardientemente nacionalista, que profesa un nacionalismo étnico expansionista, regida por un régimen autoritario que hace de ese nacionalismo su razón de subsistir y ser, que ha desatado con anterioridad dos guerras (la de Croacia y la de Bosnia) y que, pese a perderlas las dos, sigue actuando igual, si acaso con una radicalización producto de su ausencia de alternativas, podrá ser un bello sueño, pero está condenado a no pasar de su condición de tal. No hay solución bélica en los Balcanes que no pase por la destrucción del régimen serbio, la democratización de Yugoslavia, el establecimiento de un sistema de seguridad común pactado por todos los Estados afectados y un Plan Marshall para la zona. Cualquier salida que mantenga el fascismo en el poder en Belgrado no pasará de ser una cataplasma que intente curar el cáncer. Es lógico que Rusia quiera evitar la humillación de Serbia, pero al paso que vamos eso sólo será posible separando a Milosevic del país. Y, a su vez, esa separación no es factible si no hay una derrota político-militar del régimen de Belgrado en el único elemento que era y sigue siendo decisivo: el territorio. Lo que nos lleva al punto por el que la guerra debió empezar: hay que ocupar militarmente cuanto menos Kosovo. Lo que tiene un coste, y si no lo queremos pagar eso significa, sencillamente, que, en verdad, no estamos dispuestos a parar el genocidio. Y, mientras tanto, Belgrado devora cada día una loncha de la autonomía montenegrina, ha comenzado a agitar las aguas en Macedonia, en la que manifestantes de la minoria serbia se exhiben ya con banderas titistas, desarrolla la limpieza en Kosovo liquidando los cuadros políticos moderados que son la base humana necesaria de cualquier situación estable (albanesa, claro) y alumbra una nota preocupante para Bosnia: ha comenzado la persecución de musulmanes del sandjacato de Novi-Pazar, en la misma Serbia. A estas alturas del conflicto me parece superfluo afirmar que gentes como González, Mendiluce o Tersch han tenido razón desde el principio y que la siguen teniendo hoy. En algún caso habría que decir más bien que tienen aún más razón hoy. Y la razón última no es muy complicada de precisar: no se puede solucionar un conflicto si no se va a la raíz del mismo, a sus causas, para actuar sobre ellas. Si la guerra es la aplicación de una fuerza irresistible para imponer la propia voluntad política se sigue que debe haber una voluntad plasmada en un proyecto, y que la aplicación de la fuerza debe ser irresistible. La guerra en pequeñas dosis y cómodos plazos es una costosa imbecilidad. Cuentan las crónicas que en el debate de los acuerdos de 1908 en los Comunes Churchill espetó a la mayoría (ampliamente respaldada por las encuestas): "os han dado a escoger entre el deshonor y la guerra: habéis escogido el deshonor. Y tendréis la guerra". Dios quiera que no fuere profeta más de una vez, porque todo apunta a que hay muchas posibilidades de que lo sea.

Manuel Martínez Sospedra es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.

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