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Misántropos

LUIS MANUEL RUIZ De vez en cuando, algún caso desagradable como el de la imposición de la zona azul en Sevilla viene a recordarnos que no vivimos más que en una democracia representativa, esto es, en una modalidad domesticada y de rebajas de ese loable invento político. A la hora de tirar cohetes y elevar preces a la libertad y a la igualdad que ha logrado Occidente después de experimentar alquímicamente, durante dos milenios, con sistemas de organización social de toda laya, suele olvidarse que nuestro libre arbitrio, en materia política, se limita a la elección o no, cada cuatro años, de un sujeto que los partidos proponen para que sea él y no nosotros, que le trasmitimos mediúmnicamente nuestra libertad electoral, quien tome parte en la dirección de esa máquina descomunal que es el Estado. Un simple cálculo mental desvelará en qué porcentaje cada uno de los españolitos de a pie colaboramos en las tomas de decisiones gubernativas: existen varias cámaras, centrales y autonómicas, que exigen el consenso de unas centenas de señores, cada uno de los cuales, si la aritmética no falla, simboliza la voluntad de otros tantos centenares de miles de ciudadanos. Si una persona se para a reflexionar que para ejercer presión política necesita encarnarse en la milésima parte de un caballero a quien no conoce de nada y probablemente jamás conocerá, se le hará patente hasta qué punto es posible que dicho sujeto haga uso indebido del poder que, junto con otra muchedumbre de números censitarios, le han transferido. Sé que tengo una manía enfermiza por volver los ojos al pasado, pero parece que en esas geografías anteriores, seguramente por efecto de las distancias, todo es más nítido y definitivo. Hace 25 siglos, en el espacio y el tiempo en que se acuñó el término democracia, la participación política era directa; cada uno de los hombres libres distinguidos con el rango de ciudadanos acudía a la asamblea de la ciudad para asentir o discrepar, para levantarse si le daba la gana de su asiento y berrear a voz en grito o pronunciar un elogio: esos griegos distantes eran libres de otorgar a terceros el olvido y la gloria. La ciudad estado era un espacio compartido por el justo hecho de que su pilotaje también era cosa de todos. Quizá el hecho de que no podamos decidir qué debe hacerse en nuestra ciudad sea lo que, hoy, cada vez nos aparta más de ella. La instauración de las zonas azules en Sevilla es, aparte de una manifiesta contradicción, sólo el colofón de un largo reguero de despropósitos que tienen por objeto evidenciar la distancia abismal que separa a la corporación municipal de los ciudadanos. Empezaron vetando jardines, construyendo inexplicables estadios, hoy exigen un impuesto añadido por el hecho de colocar nuestros vehículos en la calle. Lo que van consiguiendo paulatinamente es que el sevillano común se disocie a pasos forzados del destino de este enorme absurdo urbano, que no cuenta con él más que para que abone regularmente unas prebendas cuyo capital se destinará al exclusivo cometido de hacerle la ciudad más intransitable. Los sociólogos siguen cacareando que la civilización actual se precipita irremediablemente en la individualidad y el egoísmo; a menos que los poderes suministren un modelo con el que identificarse, el futuro se me antoja un pobre nido de misántropos.

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