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Hombre sin noticias

Recuerdo que durante mi estancia en el Colegio de España en París, la directora Carmina Virgili invitó a una "tertulia" a Antoni Tàpies. A la directora le gustaba que los "jóvenes" (término que ineluctablemente adjudicaba a todos los residentes, aunque ya estuviesen granaditos) se mezclaran con los mayores. Y aquella tarde, en la sala de lectura del Colegio, nos encontramos alrededor de veinte jóvenes con el matrimonio Tàpies. El pintor, al vernos, dijo a su esposa: "És una situació que no m"esperava", y lanzó una mirada furibunda a la doctora Virgili. Posiblemente, Tàpies pensaba tan sólo tener una tertulia distendida con la señora Virgili, y no enfrentarse a aquella tropa de estudiantes. En el centro de la mesa, habían dispuesto una fuente con unas deliciosas pastas de té, que como en un experimento de Pavlov habían ensalivado grotescamente nuestro apetito, y todos esperábamos que alguien diese el pistoletazo de salida para lanzarnos sobre ellas. Pero desgraciadamente la directora nos instó, antes del té, a "charlar" con el pintor, y aún recuerdo la cara del artista ante la vacuidad desesperante de las preguntas de los dos o tres "favoritos" de la profesora. Nadie de nosotros quería extenderse mucho, porque aquellas pastas deslumbrantes ejercían sobre nuestras mentes una fascinación que tan sólo puede entenderse cuando se ha sobrevivido durante meses con bocadillos de camembert. La desconexión entre el artista y nosotros, quizá por las pastas de té, quizá porque él tampoco consiguió vencer nuestra timidez ni transmitirnos su experiencia pictórica, fue tan dramática como la velocidad con la que devoramos posteriormente aquellas perfumadas galletas bañadas en chocolate suizo. Esta anécdota me vino a la memoria cuando leí un excelente artículo de Rafael Argullol publicado hace unos meses en estas páginas. Argullol reflexionaba sobre unas duras declaraciones de Ernst H. Gombrich: "Me produce vergüenza ser historiador del arte en el siglo XX. ¡Cuando en la ciencia ha habido logros portentosos, como el descubrimiento de los mecanismos hereditarios! ¡Y que, mientras los científicos alcanzaban tales proezas, un artista enviaba a una exposición un urinario!". Entenderán ahora por qué recordé aquella tertulia con Tàpies: en lugar de urinario podríamos poner la palabra "calcetín" (o mitjó) y el resultado sería el mismo. Gombrich estaría igual de avergonzado. Y en este sentido Argullol escribía: "Mientras la ciencia, (...) se presenta ante nuestros ojos como plenamente integrada en las inquietudes y esperanzas del hombre, el arte, con toda su enorme capacidad de convocatoria en los escaparates de los mercados, parece enfermizamente encerrado en catacumbas morales o, por el contrario, irresponsablemente suspendido en la trivialidad". Sin embargo, el autismo que descubre Argullol en el mundo del arte (y que ha sido recientemente denunciado en París por Baudrillard y Clair), no es muy diferente al que se produce en el mundo de la ciencia. Sería falso creer que los científicos no viven aislados, ensimismados, separados de su realidad social. En definitiva, a mi también me produciría vergüenza ser historiador de la ciencia en el siglo XX. La ciencia quizá se encuentre plenamente integrada en las esperanzas actuales del hombre, pero muy poca gente de la calle sería capaz de pronunciar el nombre de un científico (no de un divulgador) vivo. La investigación científica se ha apartado de la sociedad tanto como la investigación artística o la musical, y el resultado es la más absoluta desconexión. Resulta tan árido a una persona no-especialista "entender" (en el sentido de discriminar con agrado) el calcetín de Tàpies como la importancia de clonar el gen Sxl de una mosca. Los científicos se han aislado en su lenguaje (¿hay algo, además, peor escrito que un artículo científico?), en un autismo que tiene las mismas causas y consecuencias que el que se produce en el mundo del arte. En cierta manera, la ciencia ha dejado de interesar a la sociedad, porque los científicos también han dejado de estar interesados en ella. En cambio, resulta notorio que si Charles Darwin escribió su Origen de las especies en una edición al alcance de un gran público, fue porque ante todo estaba interesado en sus "vecinos". O que si Oparin publicó el Origen de la vida en una editorial del partido comunista fue porque quería convencer a la clase obrera de un origen no divino de la vida. O que si Buffon escribió su Historia natural utilizando una riqueza de idioma que envidiaron Jean-Jacques Rousseau y Voltaire fue porque ante todo quiso convencer a la sociedad de los salones parisinos de que el hombre pertenecía a la naturaleza. Sin embargo, ningún científico actual expondría sus resultados de una manera tan clara y asimilable al gran público. Y algo muy parecido se podría decir del arte y de la música, incluso de la poesía: hace tiempo que han perdido su objetivo social y su asimilación se ha convertido en un "ejercicio" de especialistas. Y así, de autismo en autismo, el conocimiento, lejos de ser uno, como sostienen los que luchan contra las dos culturas, se ha convertido en una grotesca catacumba de laberintos estancos, inaccesibles para los que no pertenecen a la asignatura. Filósofos, músicos, científicos, artistas,..., avanzan a solas por su desfiladero, sin poder entender las "noticias" que llegan de las otras disciplinas, de las otras "culturas". El resultado es sin duda vergonzoso, como osaba proclamar Gombrich, y la esterilidad -en el sentido de repercusión intelectual de un descubrimiento- manifiesta. Cada vez vivimos más a oscuras, porque nos suele resultar complicadísimo (y a menudo también aburridísimo) descifrar el lenguaje del otro especialista. Hasta el extremo de hacer completamente actual, perfectamente cierto, aquel lúcido aserto de Baltasar Gracián: "Hombre sin noticias, mundo a oscuras".

Martí Domínguez es escritor.

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