Propaganda perdurable
JUSTO NAVARRO Otra vez vuelve el griterío de la campaña electoral, encantados de que nos levante la voz el líder arengador y adulador que nos dice lo que queremos oír, pues los mítines son para convencidos o reventadores, es decir, para los que no necesitan oír porque ya lo tienen todo oído. Un mitin es algo misterioso: convencer a los convencidos es una rara tarea. Qué viejas son las campañas electorales. De paso por Nápoles encontré un librillo sobre las campañas electorales en Pompeya, lugar muerto hoy. Pero en junio del año 79 Pompeya estaba en plena campaña para la elección de magistrados y ediles de la ciudad. Las elecciones se celebraron en julio, y en agosto del año 79 no existían candidatos ni promesas ni Pompeya. Se la tragó viva el volcán Vesuvio. Quedó la propaganda en las paredes, lo que primero se va, la propaganda, y yo leo ahora estas consignas y peticiones de voto pintadas a brocha, recogidas por Romolo Augusto Staccioli cerca de dos mil años después. Hay incluso alguna pintada contra las pintadas: - Qué maravilla que las paredes soporten tanta pintura. Las virtudes del candidato ideal no han cambiado desde los tiempos de Pompeya: honradez, sabiduría, dinamisno, integridad. Existe un cambio: entonces la vejez podía ser una ventaja. Votad al candidato anciano, que ya no está en edad de tentaciones. En aquel tiempo el pasado valía más que el futuro y el apellido familiar era el Partido. El candidato alardeaba de contar con el apoyo de dioses que eran como hombres y de hombres que eran como dioses, pero acudía al foro y al mercado para suplicar el voto, porque no hacerlo era arrogancia, una ofensa contra los electores, a quienes había que cogerles las manos, y llamarlos por su nombre, e implorarles, recordando antiguos favores y prometiendo favores nuevos. O se pagaba a otros por ese trabajo. Había propagandistas orgullosos y celosos de su firma, como Emilio Ceder, que remataba así sus pintadas en la calle de la Abundancia de Pompeya: -Envidioso que me tachas, que te pase algo malo. Y los comerciantes embadurnaban las paredes del negocio: el tintorero y el barbero y el panadero y el frutero proclamaban a brochazos su fe en un candidato. El pintor ocasional pide el voto para Cuspio y agradece por escrito el favor de quien le prestó una silla para pintar más alto. El acomodador del anfiteatro invita a votar por el empresario de la compañía de gladiadores. Una mujer con su marido y todos sus vecinos votará por Ipseo, que es un señor. Para Ceio Segundo basta que pida el voto su padre. A Cayo Cuspio Pansa lo avalan los paridianos de la taberna de Purpurión, los paridianos, fanáticos de Parides, actor que, antes de que pasaran diez años, cometería adulterio con la emperatriz de Roma. Domiciano lo mandó matar. La emperatriz fue su Vesuvio. Las chicas de Aselina, incluida Smirina de Esmirna, piden el voto para Cayo Lolio Fusco. Pero quedan más pintadas en la puerta de la taberna: Egle la griega y María la hebrea prefieren a Helvio Sabinio. Parece que la taberna de Asilina era un local de viajeras, como esas mujeres que van en el último autobús a los bares nocturnos de la costa de Málaga.
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