Jóvenes Borgia
ESPIDO FREIRE Existen innumerables maneras de morir, y no demasiadas razones para matar: en las crónicas medievales, o en los poemas que hablan del rey Arturo nos hablan de una tierra dividida por el mal, donde la vida humana no valía más que su bolsa, y donde las emboscadas en los parajes solitarios creaban leyendas de monstruos que devoraban a sus presas. Resultaría un consuelo saber que las atrocidades remitieron al desembocar en una época civilizada y cristalina como era el Renacimiento; pero los Borgia y los Orsini desmienten esa teoría, y las atrocidades cometidas en los carnavales dan prueba de que si bien los tiempos cambian, los seres humanos no. Y así, como Borgias malcriados, unos jóvenes asesinan a un mendigo en plena calle, a patadas y golpes de hierro, y el caos irrumpe en la sociedad. Se descubre el antiguo niño bien que cae en las drogas y que finaliza tan destrozado que sus piernas se cubren de llagas. Aparecen los adolescentes bien vestidos que deciden jugar y a quienes les devora el juego. Y de fondo, varias notas conmovedoras: las mujeres que cuidaban, al menos cuando él lo permitía, al muerto, y le compraban dulces y vitaminas, y las familias destrozadas al descubrir que sus niños han cruzado la barrera de la vida. Por supuesto, la línea de culpables se complica. Culpables pueden ser la televisión violenta, la imprevisión de los padres, la sociedad crispada, la marginalidad, las drogas devastadoras, la indiferencia de las autoridades, la vida errática y desordenada de los mendigos. Siempre se intenta liberar del peso a la responsabilidad a los muertos: y a los asesinos, especialmente cuando son jóvenes e inconscientes. El relativismo ha descargado nuestras conciencias del mal, y el agnosticismo se ha llevado la idea del pecado. Los límites de lo permitido se difuminan, y cada vez se extiende con más fuerza la idea de que, si no se conoce, el daño no ha tenido lugar. La violencia, el asesinato, el mal, en definitiva, se ha teñido de notas tan atractivas que las mentes maleables, las mentes en las que la conciencia no ha despertado se acercan a él como guiados por cantos de sirena. Y, cuando no resultan claramente exaltados, pasan sin castigo. De los corruptos y los timadores sólo se conoce su época de esplendor, para perderse en el olvido cuando resultan penados. De los conquistadores y embaucadores, de los que viven de sus logros sexuales, se fabrican ídolos sin hacer hincapié en el modo en el que utilizan a las personas. Y, mientras se rechaza la guerra, los héroes asesinan y descuartizan a enemigos, y vengan con inusitada saña honores y penas. La hipocresía no sirve de nada. Es absurdo pensar que los padres cuidarán de las imágenes que reciban los hijos, de las impresiones que obtengan en los juegos violentos y las noticias terribles; los hijos desarrollan habilidades sorprendentes para ocultarles lo que hacen o lo que piensan. El mal infringido a la generación de muchachas anoréxicas está ya hecho, por mucho cuidado que los vigilantes padres hayan puesto. Ahora que los institutos vuelan por los aires en el lugar de donde llegan nuestras influencias se nos presenta la última oportunidad de impedir otros hechos violentos, otras muertes absurdas. Cuando yo tenía 17 años un muchacho poco mayor que yo me atracó con una navaja. Era alto y guapo, vestía un polo Lacoste azul y miraba desde unos bellos ojos claros. Otro joven Borgia. Fue tan hábil que en plena calle nadie notó nada. Mientras intentaba sacarme una pulsera le golpeé con un diccionario en la cara y eché a correr. Más tarde reparé en que durante el forcejeo me había cortado en la mano con el filo. Aquel chico no necesitaba mi dinero, ni parecía tomar drogas (se estilaban poco las de diseño en aquellos años). Es posible que regresara esa noche a su casa, y escondiera la navaja, y cenara con sus padres. Es posible, también, que haya más chicos que cenen esta noche y escondan sus navajas. La era medieval nunca se ha ido.
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