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Tribuna
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El túnel

La última sensación no contaminada por la angustia bélica es un espléndido momento de vitalidad, de convivencia, de elegancia, del que participé (o mejor dicho, al que asistí), muy al principio de la guerra, cuando sólo hacía dos días que habían empezado los bombardeos aliados e ignorábamos la amplitud del marasmo consiguiente. Ocurrió en la barcelonesa rambla de Catalunya. Había un silencio de domingo mañanero a la hora del desayuno, y en lo alto del paseo surgió, por el andén central, como un heraldo de la felicidad, un muchacho guapo, un patinador que cantaba con una hermosa voz, creo que de tenor, un fragmento de ópera, o tal vez de lied. Los escasos transeúntes nos detuvimos, fascinados, y él pasó entre nosotros y se perdió, ondulante y dichoso, cantando con tal felicidad en el cuerpo que incluso después de que desapareciera, en dirección al mar, seguimos presos del instante de perfección que nos había otorgado.Lo recuerdo ahora, cuarenta y pico días más tarde, sumida en un intento de encontrar algo de luz en la lectura de gente que nos precedió. "Jamás ha sido tan imprevisible nuestro futuro, jamás hemos dependido tanto de las fuerzas políticas, fuerzas que padecen pura insania y en las que no puede confiarse si se atiene uno al sentido común y a su propio interés. Es como si la Humanidad se hubiera dividido entre quienes creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar a las masas para ese fin) y aquéllos para quienes la impotencia ha sido la experiencia más importante de sus vidas". Lo escribió Hannah Arendt, en el prólogo a la primera edición norteamericana de Los orígenes del totalitarismo. En 1950.

Desde el túnel de la impotencia, recuerdo al muchacho que poseía el don de la voz armoniosa y lo repartía, y era feliz por ello. Gracias, estés donde estés.

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