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Hacia la regresividad fiscal

La regresividad fiscal avanza en nuestro país con paso firme, silencioso, implacable. Los impuestos se despersonalizan y pierden capacidad para distinguir quién es rico o pobre, quién vive solo o en familia numerosa. Se sobrecargan las rentas del trabajo y se alivian las del capital. El principio de equidad se resiente con el protagonismo de la imposición sobre el gasto. Debilitar el IRPF puede convertirse en trampa mortal para el Estado de bienestar o decaer en mera ilusión financiera. Se refuerza así la lógica del mercado a costa del interés general y de la razón política.Explicaremos el proceso con cierta pedagogía. Cuando las familias viven de su trabajo, el IRPF controla y grava todos los ingresos. Los mecanismos establecidos al respecto son muy eficaces. Posteriormente, cuando esos recursos se gastan en bienes y servicios para reproducir la propia vida, se gravan otra vez con IVA e impuestos especiales o pagan tasas y precios diversos. Si los salarios son bajos o medios, casi no hay ahorro y todo se consume. De este modo el sistema grava dos veces la totalidad de la renta: cuando entra en el patrimonio familiar y cuando sale del mismo.

Pero sabemos que esto no siempre sucede. Las rentas empresariales y profesionales pueden eludir parcialmente el IRPF porque su control es complejo y menor. Además, las ganancias de capital o plusvalías reciben ahora un trato dulce en el impuesto. El ahorro fluye hacia los países que hacen opacos sus rendimientos o tienen menor tributación. Se crean sociedades interpuestas para reducir la fiscalidad empresarial. El tipo efectivo del impuesto de sociedades disminuye drásticamente cuando proliferan los beneficios fiscales. Si la renta familiar es elevada, el consumo y los impuestos sobre el gasto son menores en términos relativos, mientras que el ahorro y sus rendimientos pueden explicar buena parte de los ingresos futuros que así pagarán menos impuestos. Es el círculo virtuoso que complace y defienden los poderosos.

Pensamos que esta introducción ayuda a comprender mejor la dinámica que inspira hoy la imposición estatal. El cuadro adjunto muestra las cifras (provisionales) registradas en 1998 para su comparación con las de 1997. Los resultados comienzan ya a ser concluyentes.

En el mismo se observa que el aumento total de los ingresos fiscales (expresados en derechos reconocidos) fue de 1,122 billones de pesetas, lo que equivale a un crecimiento medio del 7,7% sobre la cifra del año anterior. Pero mientras los impuestos indirectos (IVA, impuestos especiales, impuesto sobre primas de seguro, etcétera) crecieron de forma notable (10,8%), así como las tasas y precios (31,2%), el conjunto de impuestos directos tan sólo aumentó el 3,3%, destacando sobre todo la pobreza recaudatoria de un IRPF debilitado por reformas diversas, por la libre circulación de capitales y por inexplicables ausencias armonizadoras. Ello provoca que el crecimiento de los ingresos tributarios se fundamente cada vez más en la fiscalidad sobre el gasto.

La relevancia de este hecho es incuestionable. Porque si el crecimiento del PIB generó casi 5 billones de pesetas adicionales en 1998, la agonía del IRPF aparece ya desnuda y evidente. Aunque alguien pretenda ocultarla tras el buen comportamiento del impuesto de sociedades. Ambos instrumentos gravan todas las rentas, pero sólo rescataron para el sector público 350.000 millones; o sea, el 7,4% del crecimiento del PIB. Estas cifras demuestran que los asalariados españoles (incluidos los nuevos empleos) son beneficiarios marginales del crecimiento económico. En caso contrario, su expresión fiscal sería inmediata. Por eso debemos reiterar que el aumento de los ingresos tributarios del Estado no se produce ya, básicamente, en la entrada (rentas), sino en la salida (gasto) de los recursos del patrimonio familiar. Un funcionamiento que ignora la capacidad de pago de los contribuyentes y también sus circunstancias personales o familiares. Lamentablemente, son los impuestos regresivos y despersonalizados sobre el gasto quienes explican cada vez más el crecimiento de la fiscalidad estatal.

Pero la repercusión social de estos cambios impositivos es también significativa. En primer lugar, porque la desfiscalización creciente de las rentas y ganancias de capital incide profundamente sobre la equidad y traslada hacia las economías modestas, vía imposición indirecta, esas insuficiencias financieras. Hay mayores ingresos fiscales porque el grueso de la población consume más y paga más. Los asalariados son ya costaleros extenuados a punto de hincar la rodilla. En segundo lugar, porque esta situación provoca efectos perversos y regresivos en la financiación autonómica. Si el IRPF beneficia a las rentas del capital, las comunidades ricas tendrán menos recursos por este concepto y recibirán mayores ingresos compensatorios del Estado. Una especie de solidaridad al revés que a más de uno debería producir sonrojos.

Finalmente, porque cuando el ciclo decline, los ingresos mengüen y el déficit siga demonizado por el Pacto de Estabilidad, los recortes en el gasto social o en las infraestructuras parecen inevitables. Son los costes malditos que azotan a los países con resignación fiscal generalizada.

X. Álvarez Corbacho es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de A Coruña.

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