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Indignaciones no del todo dignas

Todo escritor a lo largo y ancho de Europa ya ha publicado su artículo de indignación sobre lo que pasa en Kosovo. Llegan a las tribunas de opinión sucesivas oleadas de sulfuración moral que poco rastro dejan en las playas de lo real. No es del todo cínico suponer que uno de los primeros objetivos de la indignación consiste en sentirse satisfecho. Son esas solidaridades fulgurantes y encendidas las que nos permiten -como dijo un gran tipo- dejar de ayudar a un ciego a cruzar la calle mientras estamos firmando un manifiesto sobre el genocidio de Biafra. Fueron los intelectuales franceses quienes impusieron la gran comedia de los manifiestos: los abajo firmantes arreglaban de un plumazo todos los problemas urbi et orbi. Sartre lo firmó todo, siempre y cuando el manifiesto demostrase la dosis suficiente de apego al totalitarismo.No todo es santa indignación entre las voces que día a día modulan y ajustan el temple de su voz para pedir santurronamente la salvación del mundo. En la indignación autocomplaciente se localiza hoy mismo una variante de los sepulcros blanqueados. Liquidadas las utopías a precio de saldo, muchos de los intelectuales que habían creído en el absolutismo de un perfección social futura optaron por el relativismo o la versión narcisista posmoderna. De algún modo necesitaban aliviar el escozor del eczema que -como ciertas formas de la ansiedad- generaba la caída del muro de Berlín. Ahora, de repente, la figura de Milosevic les obliga a consultar su propia entraña moral y, un poco a tientas y a ciegas, atribuir culpas y manifestar indignaciones. Encerrarse en casa con una gran desilusión puede tener sus compensaciones, pero afuera el mundo sigue, con el fragor y la furia de aquel cuento contado por un idiota.

Ha ocurrido en las mejores familias: las viejas complicidades ideológicas se han resquebrajado y quienes hace décadas estaban del mismo lado ahora pueden haberse quedado en parte en la injustificación del ataque contra Milosevic porque la OTAN todavía huele a azufre o en parte han asumido que no existe otro instrumento a mano para atajar el genocidio en Kosovo. Dando por sentada la honestidad de sus argumentos, lo patético resulta que tanto se asemejen al mohín de quien da unos primeros pasos en el mar y se da cuenta de que el agua está demasiado fría. Dadas las circunstancias, una nostalgia irreprimible lleva luego a aplaudir a los talibán del Ejército de Liberación de Kosovo del mismo modo que se alaba el PKK en nombre de todo el pueblo kurdo.

El actual déficit en análisis y previsiones por parte de tantos escritores es el precio que nos vemos obligados a pagar por haber tenido durante tanto tiempo una clase intelectual que se nutría de ideologías sin pretender desentrañar la realidad de la historia. Embelesados por el modelo de autogestión de Tito, nada supimos del pasado irreductible de los Balcanes, del mismo modo que nadie escuchó a Hélène Carrère d"Encause cuando estaba advirtiendo que el imperio soviético iba a desmembrarse. Algunos historiadores han indicado que el miedo al año 1000 no pudo ser tan aparatoso como hoy suponemos, porque entonces poca gente contaba los años. Actualmente el problema es que los despojos de las ideologías todavía turban la vista, porque incluso desilusionarse de la gran ilusión no ha resultado ser una garantía de lucidez, sino un marchamo de confusión.

Existe otro factor menos reconocido y de formulación algo incómoda: a pesar del hundimiento de los totalitarismos, hemos acabado aceptando incluso ahora un perfeccionismo abusivo, fruto de la psicosis totalitaria que lo encajaba todo hoy para mañana, con la finalidad de que todos fuésemos definitivamente felices e iguales. En realidad, aceptar que vivimos en un mundo que siempre será imperfecto quizás vaya a ser una de las decisiones más provechosas de nuestro siglo, y a la vez una de las lecciones más difíciles de aprender. El futuro normativo de una perfección completa ha dado como resultados heterogéneos Chechenia y Kosovo.

Desde este punto de vista, la imperfección es una de las garantías del ser humano libre, capaz de tomar decisiones para hacer el bien o el mal. Frente a esta tesis, el voluntarismo de la indignación irreflexiva, deslizándose por el tobogán del irrealismo histórico, se conforma con aportar los valores morales del perfeccionismo sin transacciones pragmáticas frente a la imperfección. Casi todos los escritores e intelectuales ya han escrito su artículo sobre Kosovo para expresar convenientemente un legítimo enojo, pero verdaderamente, ¿a quién le importa? En lugar de stripteases morales, una sociedad abierta y plural prefiere que le ofrezcan análisis, precedentes, hipótesis, estrategias, previsiones y posibles soluciones, aciagas o esperanzadoras. Ante situaciones caóticas y sangrientas como la de Kosovo el primer deber de la inteligencia es recordar que el sentimentalismo es uno de los factores más decisivos a la hora de destruir una buena causa.

Una opinión de este talante tal vez pueda considerarse inoportuna cuando Milosevic procede día a día con la aniquilación sistemática de los albanokosovares, pero precisamente eso es lo que puede darle un sentido: reclamar complejidad frente a la indignación eufórica, requerir argumentos por contraste con la moralización sentimentaloide, solicitar lucidez histórica frente a la barbarie en lugar de limitarse a posar la frente en el cristal de la ventana y dejar caer una lágrima mientras las nuevas tribus arrasan las calles y hacen arder todo lo que la civilización tardó siglos en construir contra la naturaleza y las imposturas de la condición humana.

Valentí Puig es escritor.

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