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Tribuna
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Hermosa

Rosa Montero

El filósofo francés Henry-Levy escribía hace pocos días que en estos momentos resulta muy difícil hablar de otra cosa que no sea Kosovo sin sentirte frívolo y culpable. Tiene razón; aunque el mundo siempre posee una cuota de horror, y aunque los humanos estamos acostumbrados a convivir con ella y a ignorarla (¿quién se acuerda ahora de Sierra Leona y de sus niños mutilados, por ejemplo?), esta guerra de hoy nos tiene mucho más estrangulado el corazón, entre otras cosas, y es una razón de peso en la conciencia, porque se trata de nuestra guerra y nuestras bombas. Pero a pesar de todo, y como siempre, la vida late y vibra por debajo, esa vida pugnaz y empeñada en vivirse, ese rugir de sangre en las arterias. Arrecia en Madrid la primavera, toda viento y luz, y los pies te bailan sin querer sobre el pavimento. Me sentiré culpable, como dice Henry-Levy; pero hay momentos pletóricos en los que llegas a creer, en los que llegas a saber que la vida es bella.

Eso mismo quiso decir el oscarizado Benigni en su interesante pero irregular película: que el mundo es paradójico y que en el corazón de lo siniestro crepita inextinguible la belleza. Imre Kértesz es un escritor húngaro que fue internado en el campo de concentración de Auschwitz cuando era niño. Ahora ha escrito un libro en el que cuenta aquello; y explica que, aun siendo consciente del absoluto horror que le rodeaba, sentía un deseo sordo, tenaz y vergonzante: "Yo quería vivir todavía un poco más en aquel bonito campo de concentración". A pesar de todo, el niño Imre no quería morir; aunque habitaba en el infierno, era capaz de apreciar la dulzura de la existencia y de su propia infancia. Qué maravilloso don, el de la vida plena, el de la vida hermosa. Sin esa capacidad para sobreponerse, para encender el mundo de colores y seguir siendo, el ser humano ya se habría extinguido, animal infeliz, hace milenios.

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