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Senecta III

No lo duden, compañeros, especialmente quienes viven solos en esta gran ciudad. Es bueno, conveniente, plausible incluso el crédito a los servicios que presta la Seguridad Social, tanto el ambulatorio, donde nos despachan pródigamente las recetas que pedimos, como la visita domiciliaria de los médicos de primera urgencia, cuando la fiebre o la incapacidad impiden y desaconsejan poner el pie en la calle. Son noveles doctores, con la ganada oposición reciente y la necesidad de amortizar estudios y ejercer un oficio de larga preparación. Dudo, sin generalizar, de la idoneidad de los jóvenes doctores en el primer encuentro con los síntomas iniciales de una dolencia (nadie nace ni empieza sabiendo).

En tiempos vividos tangencialmente, la cualidad más estimada en un galeno era la certeza del diagnóstico, e1 ojo clínico, la sólida adivinanza de qué complicaciones iban a traer el sudor angustioso, aquella tiritona, el pulso desbocado o desfalleciente. Tenía mucho de sabiduría, bastante de práctica y buena dosis de intuición.

Estas cogitaciones se refieren a los coetáneos que hacen equilibrios en la cuerda floja, tendida entre 1os 70 y los 80 años, amplio segmento social, como no pierdo ocasión de recordar. No creo que llegasen a estas edades los risueños y lúbricos arciprestes y goliardos, ahítos de vino áspero, tragaldabas y fornicadores de labriegas y pupilas de la madre Celestina. Desde Roma no hubo hombres longevos; en todo caso, parece que la ancianidad dejó de estar a la moda durante aquellos rudos siglos. De Aristóteles se reservaba Juan Ruiz dos impulsos vitales: la mantenencia y la cuestión de las hembras placenteras.

Queda un largo tramo, cuando los asuntos dejan de fraguarse en la oficina del estómago y la concupiscencia apenas se recuerda a través de las sobrepuestas cataratas de los años. El hombre viejo -quizás la mujer, no lo sé- va reculando despacio, sin remisión, y, en general, para su bien, difuminándose las apetencias, reducidas a mínimos deseos, leves empeños y contadas esperanzas. Confeso o disimulado, más lo segundo, han pasado a posición preferente los temas relacionados con la salud, con la de cada cual, vigilada entre la aprensión y el pavor.

En una tertulia de ancianos -a menos que se dediquen, exclusivamente, a intercambiar cartas de la baraja o fichas de dominó-, la salud es la materia que más tiempo consumen. Hay una suerte de pugilato verbal al relatar los síntomas, observaciones empíricas, experiencias personales, tratamientos novedosos, fórmulas acreditadas en Houston (Tejas), sin descartar la tímida referencia a curanderos y ensalmadores de renombre. En este ámbito, nada hay descartable. En ese hombre, los hábitos, vicios, manías, fueron desprendiéndose del tronco y las ramas de su personal carácter, como hojas muertas sin posibilidad de renacimiento alguno. Dejó de fumar cuando ya tenía instalado el enfisema y abandonó los licores destilados, tarde también, para refugiarse en los benditos caldos de la tierra, desde las manzanillas y los jereces, el seco blanco manchego, los morapios del Duero y La Rioja, y, ¿por qué no?, los espiritosos y mejorados cavas chispeantes. Aquí llegaron también las restricciones: media botella, un par de copas, un vasito con las comidas. En general, poco juega la voluntad, y más la incapacidad para comer y beber, andar como antes, incluso para aguantar delante de la estólida televisión. Un inciso para quienes han llegado a este momento con la misma pareja; envidiable la posibilidad de recordar, con fantasía o fidelidad, el tiempo pasado. No menudean, conozco algunos, aunque es rara la convivencia terminal, taraceada quizás con el picante ingrediente de un odio intransferible y perdurable.

El hombre, en la última vuelta del camino, quiere sobrevivir, pero no a costa del dolor, cosa que no parece imposible. Cuando llegue, ¡al hospital de cabeza!, es el lugar más aconsejable. Las otras cosas, los remordimientos, las frustraciones, las vergüenzas, pasan a remotas trastiendas, pues la condición humana muestra una sólida tendencia a ser indulgente con los pecados propios. Decía Tristán Bernard: "Señor, preservadme de los dolores físicos. Yo me las arreglaré con los morales". Tipo listo, sí, señor.

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