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Exacerbados JOAN B. CULLA I CLARÀ

Las vestales del templo han vuelto a alborotarse. Avecinándose ya la cita con las urnas, y ante una opinión pública conmocionada por la guerra en Yugoslavia, las formaciones políticas de ámbito español no han podido resistirse a rebañar en el drama balcánico con la esperanza de sacar de él alguna renta, alguna tajada electoral doméstica. En ausencia de un análisis histórico, sociológico, económico o geopolítico sobre las raíces del conflicto -Felipe González lo tiene, pero ni siquiera los suyos parecen hacerle mucho caso-, se ha optado por tirar a bulto contra el socorrido espantajo del nacionalismo. Por parte del PSOE abrió el fuego su secretario general, Joaquín Almunia, advirtiendo que esos excesos nacionalistas culpables del desastre yugoslavo pueden tener un efecto semejante "dentro de nuestras fronteras"; a la vuelta de 48 horas, el solícito José Bono remachaba el clavo al acusar al Gobierno de hacer que España sea el único país de la Unión Europea con riesgo de secesión en su territorio. ¿Cómo? ¿Iban el gabinete de José María Aznar y el partido que lo sustenta a consentir que se les desbordase en materia de celo patriótico y fervor españolista? ¡De ninguna manera! Al día siguiente y en la mismísima capital de Bono, en la imperial Toledo, el presidente Aznar impartía a los cuatro vientos la recta doctrina recién destilada al parecer en los salones de la Casa Blanca, durante su cálido encuentro con Bill Clinton: la gran amenaza que acecha a Europa son los nacionalismos radicales, violentos, totalitarios, excluyentes, exacerbados o simplemente reivindicativos (la gradación resulta sutil, y el campo semántico de cada uno de esos adjetivos se confunde en un todo peyorativo); la tarea principal del Partido Popular es la vertebración y defensa de la nación española, bien entendido que ello no supone nacionalismo alguno, tal vez porque España "es una nación seria", y ésas no necesitan ser nacionalistas; por último, cualquier hipótesis, propuesta o sugerencia de relectura o cambio constitucional que proceda de la periferia rima con "peligro". Con lo resumido hasta aquí, el aprovechamiento de la crisis kosovar para la más deplorable politiquería interna había alcanzado ya niveles considerables. Pero faltaba aún don Julio Anguita, que ocupó su lugar en el retablo el pasado domingo. Y además de revelar que la OTAN, la muy desalmada, quiere acabar con Milosevic porque éste es de izquierdas, descubrió otro vínculo de culpabilidad entre la desintegración yugoslava y el nacionalismo catalán: resulta que las independencias de Eslovenia y Croacia no fueron únicamente fruto del consabido contubernio germano-vaticanista, sino de una trama germano-vaticanista-pujoliana. Sí, de Jordi Pujol, aunque ahora "los viajecitos del presidente de la Generalitat atizando aquellos nacionalismos se han olvidado"... Puesto a desenmascarar atizadores, al líder de Izquierda Unida le faltó citar también a Rafael Ribó, muy cercano entonces al comunismo nacional esloveno y amigo y huésped de su presidente secesionista, Milan Kucan. En síntesis: una crisis regional balcánica que hunde sus raíces en un pasado multisecular, que refleja en buena medida la quiebra del comunismo, se nutre en gran parte del fracaso de la economía autogestionaria y es expresión de flagrantes déficit democráticos en aquella zona, una crisis que suma ya 10 años e innumerables desmanes, conoce un brutal agravamiento y da lugar a la intervención militar occidental. Y ante ese complejísimo escenario, el único punto de acuerdo entre las tres fuerzas políticas españolas de implantación estatal, PSOE, PP e IU, consiste en señalar como responsables a los nacionalismos exacerbados y sugerir riesgos de contagio doméstico. Y lo dicen a la intención, entre otros, de un nacionalismo cuyas siglas mayoritarias llevan dos décadas haciendo de báculo o muleta de los gobiernos de España siempre que ha sido menester y a cambio de bien poco, de un nacionalismo que, en 100 años de trayectoria política, nunca ha cuestionado seriamente la existencia del Estado y que, cuando se ha puesto farruco y ha proclamado el "Estat Català" (Lluís Companys, el 6 de octubre de 1934), no lo ha hecho en clave separatista, sino en estrecha hermandad con partidos y sindicatos españoles, para influir sobre Madrid. "L"Espanya gran", la "República Federal Espanyola", "la otra forma de hacer España"..., tales han sido, en etapas y bajo hegemonías distintas, los objetivos de este nacionalismo. ¿A qué, pues, las advertencias sobre exacerbados y excluyentes? En nuestras inminentes contiendas electorales, la oposición se quejará -ya ha empezado a hacerlo- de que Pujol rehúya el debate sobre la gestión y se sitúe en el terreno "esencialista" de la historia y de los derechos nacionales. Pero, suponiendo que así sea, ¿quién se lo habrá servido en bandeja? ¿Quién le habrá preparado el campo, sembrándolo de cerrazones españolistas con pretexto balcánico?

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