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Cosas de niños

ESPIDO FREIRE Cuando ni psicólogos infantiles ni alaridos familiares son suficientes para que un niño abandone sus malos hábitos, ha llegado el momento de considerarlos señas de identidad, y los resignados padres deben hacer acopio de paciencia y olvidarse de bofetones más que merecidos, no vaya a ser que traumaticen a la criatura. Teniendo en cuenta que la población vasca se encuentra entre las más envejecidas de Europa, y que en Bilbao, por ejemplo, el índice de natalidad haría las delicias de Salomón (o ya puestos, de Herodes) porque no llega al niño por mujer, los mayores nos llevamos las manos a la cabeza y, temerosos por nuestras tambaleantes pensiones, nos dedicamos a mimar intensivamente a los retoños propios y ajenos. El problema se agrava, por supuesto, cuando no hablamos de niños, sino de regiones o países enteros. Si se atiende a las noticias internacionales, da la sensación de asistir a un recreo en un jardín de infancia. Tenemos el fanfarrón hijo de papá que se dedica a impartir justicia por todo el patio, decidiendo quién tiene la razón y quién no, y bombardeando en caso de duda. Están los niños miembros de familias de toda la vida, asentados, formando un férreo círculo de moneda y decisiones comunes, y dentro de ellos, Inglaterra, a quien ya han dejado por imposible porque, pobrecita, es una isla. Tiene sus... propias señas de identidad. Si bajamos en el escalafón social, encontramos niños pobres, pero que se esfuerzan por mejorar niños que superan crisis familiares, o que tienen a sus padres en prisión por abusos a menores; y ahí asoma Chile, dividida entre el amor filial y el afán de justicia. Y en último lugar, los niños problemáticos, habitualmente de las capas más bajas de la sociedad, con piel oscura y lenguas incomprensibles. Pequeños que pegan a sus compañeros, o que en sus ratos libres juegan a los soldaditos y que original y soportan dramas que los niños bien no se atreven a imaginar. Les vuelven la espalda y continúan jugando con sus chirimbolos caros, y merendando chocolate. Entre todos los niños asoman los hermanitos pequeños, los niños que apenas hablan ni andan pero que se empeñan en imitar a los más mayores; habitualmente, éstos se quejan de que les siguen a todas partes y de que son un incordio. Eso no frena a los pequeñines, que protestan alto y gritan hasta lograr la atención de todos. Se saben los mimados de la casa, conocen la obligación de los mayores de protegerles o ayudarles, bajo la amenaza de ir a mamá y ya verán. Y los niños mayores callan y ceden, porque saben que los bebés son egocéntricos e inconscientes, y que su crueldad, si se despierta, no conoce límites. Al fin y al cabo, los chiquitines nos parecen tan lindos cuando duermen o cuando juegan tranquilos, con sus baberitos bordados con sus nombre: Irlanda, Escocia, Flandes, Euskadi... Es alegre la visión del patio del colegio cuando los niños llegan a un acuerdo, y los más pijos permiten que los demás se junten con ellos, y hablan y discuten, y se forman grupos, y los dos más chulos se enfrentan y cambian amenazas, y luego vánse y no hubo nada. Supone también todo un espectáculo comprobar a los bebés protestones imitándose los unos a los otros, lloriqueando porque a Irlanda le han dado un juguete nuevo y ellos también quieren, o verles abrazando muy mimosos a los hermanos mayores cuando desean sacarles algo. Y sin embargo, hay algo en el colegio que resulta vagamente inquietante, que rompe la idílica imagen de república de niños plácida y rebosante de confianza en el ser humano: que no hay una profesora que les cuide, que nadie controla a los niños. Que si entre ellos uno muestra de pronto no una peculiaridad, sino un serio trastorno, y decide matar a otro por comprobar cómo es por dentro, o prender fuego al colegio, nadie podría hacer nada, nadie está haciendo nada. Porque, al fin y al cabo, ¿quién desconfía de los niños?.

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