Aquellos locos del 79
Qué larga fue aquella madrugada, la del 19 de abril de 1979. Tres partidos de izquierda -entonces hasta los nacionalistas eran de izquierda- dirimían en el Ayuntamiento de Sevilla cómo distribuirse el increíble poder municipal. Increíble, porque no nos lo acabábamos de creer, y porque aquello ni parecía poder ni nada. Las arcas vacías y los servicios en el más puro caos. Como para salir corriendo. Pero no salimos corriendo. Aguantamos aquella madrugada y otras muchas que vendrían, a ver cómo vestíamos el muñeco roto que nos había dejado el franquismo. Desde el 3 de abril, en que se habían celebrado las primeras elecciones municipales de la democracia, había habido otras muchas reuniones a puerta cerrada. Yo no estuve en ninguna. Pero veía las caras de perro, los demudados mensajeros ir y venir al teléfono. Borbolla, Fernando Soto y Rojas Marcos, hoy aquí mañana allí, debatían y debatían, amagaban y retiraban, sudaban y fumaban sin compasión de sí mismos. El asunto era todavía más difícil, pues consistía en sumar al proyecto de izquierda para Andalucía a un correoso Rojas Marcos, que por otros teléfonos menos rojos negociaba ya en paralelo con la derecha de entonces, la UCD. Pero al final el parto salió: seis alcaldías de otras tantas capitales, que hubieran quedado en manos de aquella amalgama extraña que fue la formación de Adolfo Suárez, permanecieron del lado de los desharrapados, de la gente común. El diario Abc tituló en portada: "Andalucía, roja por un error de UCD". (Se refería a que la ley electoral no había consagrado el principio de que fuera alcalde el de la lista más votada, sin más). Pero todos los que dicen que fue una burla al electorado, olvidan, entre otras cosas, que la UCD se hizo añicos a los dos años; que el Presidente Suárez tuvo que tirar la toalla, y qué hubiera sido entonces de los ayuntamientos, repartidos en las mil satrapías locales, muchas de ellas verdaderos nidos de franquistas camuflados. El pacto de la izquierda para toda España, que habían firmado socialistas y comunistas para darle forma a las mayorías naturales de la voluntad popular, no sólo fue un pacto de estabilidad para los municipios, sino para toda la democracia, que ahí fue, en las ciudades y en los pueblos, donde de verdad se consolidó. (Los comunistas y los socialistas de hoy deberían aprender de lo que significó aquello. Pero ésa es otra historia). Claro que si el parto fue difícil, lo que vino a continuación lo hizo parecer un camino de rosas. Lo único que tuvimos fue, eso sí, el calor popular, mucho calor popular. Pero dinero, bien poco. Empezamos con un presupuesto de 3.500 millones y acabamos con otro de 10.000. Y una prensa irredimible que publicaba hasta lo que costaban los bocadillos que pedíamos en el bar de al lado, para poder aguantar las infinitas horas de reuniones con las que sacar adelante unos servicios hundidos en la improvisación y en la miseria. Aquello de la imaginación al poder no sabía la gente lo de verdad que estaba siendo. Y no lo sabía porque una buena parte de la información que les llegaba se centraba exclusivamente en los errores que cometíamos -¡no los íbamos a cometer!-. Hubo un periodista, avezado en lides municipales, que pretendió seguir recibiendo el sobre que los alcaldes franquistas le habían estado pagando durante años. Por lo menos en el despacho del PSOE le dimos con la puerta en las narices. Pero no sabía yo lo que aquello me iba a costar, a mí personalmente. Cuatro años lo tuve persiguiéndome como mosca cojonera, desvirtuando todo cuanto hacía. Es un ejemplo. Otros muchos se podrían poner de lo que de verdad estaba pasando. Pero el resultado cierto es que, con un esfuerzo que hoy también nos parece increíble, conseguimos sanear la hacienda municipal -cuya competencia los socialistas habíamos retenido en aquella famosa madrugada-; parar en seco la destrucción del casco antiguo, preparar el urbanismo para las grandes aventuras posteriores -incluida la de Expo 92, evitando que la Isla de la Cartuja se llenara de pisos o volviese a manos privadas- y adecentando los servicios públicos fundamentales. Todavía nos quedó tiempo para inventar en materia de cultura y de educación, con la bienal de flamenco, alfabetización de adultos, atención a hijos de madres trabajadoras, y catorce colegios nuevos sobre otros tantos solares que hubo que rebañar palmo a palmo sobre el suelo de una ciudad diezmada por la especulación. Y todo, fruto de una firme voluntad de equipo -en el que cuento también a muchos miembros de la extinta UCD, por su oposición leal- con sus naturales diferencias internas, pero animado por el objetivo máximo de asentar la democracia. Hoy mucha gente no se acuerda de aquello. Casi diría que eso es bueno, porque resulta la mejor prueba de que el principal objetivo se cumplió. Aquellos treinta y un hombres y mujeres volvimos la mayoría a nuestros trabajos, a nuestras casas, a nuestras familias, que ya bastante habían sufrido. La democracia tiene que parecer la cosa más natural del mundo, y nosotros no habíamos hecho todo aquello para que nadie nos lo agradeciera.
Antonio Rodríguez Almodóvar fue primer teniente de alcalde del primer Ayuntamiento democrático de Sevilla, 1979-1983.
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