El interminable Bob
Dylan congrega a 5.000 personas en Granada tras llenar la noche anterior la plaza de La Malagueta
El tour interminable (Never ending tour) de Bob Dylan terminó anoche para Andalucía con su concierto de Granada, justo la ciudad española que primero supo que iba a escuchar en directo la amarga voz de Bob, por la sencilla razón de que Federico García Lorca es uno de los poetas favoritos de este rockero de fondo y forma. Eso fue anoche, porque el viernes tocó en Málaga, la ciudad de uno de sus pintores predilectos: Picasso. Fueron los responsables de la Casa-Museo de la Huerta de San Vicente, última residencia de Lorca, los encargados de organizar el concierto granadino, en línea con los que ya realizaron el pasado año con artistas de la talla de Patty Smith o Lou Reed. Pese a que el público de Granada se había mostrado reacio en las últimas semanas al concierto de Dylan por el alto precio de las entradas, a última hora de ayer dio el tirón y el palacio se veía casi lleno, informa Jesús Arias. Lo dicho. Esto fue en Granada, porque en Málaga, cuando a la tercera canción del concierto, Bob Dylan (aún de acústico) cantó que estaban cambiando los tiempos, el público demostró que habían cambiado hace mucho: al rockero, al poeta rebelde que sonó como candidato al Nobel de Literatura, al hombre que electrificó la herencia de Woody Guthrie, al converso, al esquivo, al hierático, al gran músico Dylan, se le escuchaba sentado como a un cantante de ópera. Nada que objetar al concierto: músicos excelentes y un Dylan en forma, como un pincel, ensayando contorsiones rockeras y un bailecito minimalista. Dylan por encima del bien y del mal. Abajo, la arena. La misma arena de la plaza de toros, donde hasta ahora en todos los conciertos la gente saltaba de pie con cervezas en la mano, estaba llena de sillas. En las primeras filas, las de a 7.000 la entrada, muchas invitaciones: alcaldesa, concejales, gente principal. Hay maduros y jóvenes escuchando a Dylan. Casi 8.000 personas, separadas en grada y arena por guardias de seguridad para oír casi 40 años de rock en un concierto que costó al Ayuntamiento 21 millones. Antes del maestro había entrado Andrés Calamaro acompañado de dos guitarras. Razonables versiones propias y ajenas en acústico. Una del ídolo se marcó para darle la bienvenida, Seven Days. Asumió su lugar y dijo: "Pensando en la diferencia que hay entre un subalterno y Curro Romero, como la que hay entre el oro y la plata, os dejo con Moisés para que parta en dos las aguas". Claro que Moisés ya no es el mismo rebelde que publicó las tablas de la Ley en Blonde on blonde o Bringing it all back home. Ni sus fans creen en la revolución. Es un poeta con tremendas canciones que un buen día removieron y hoy son clásicos para oír en compacto. A la salida, un hombre llora. Es peluquero. Rafael se llama. Tiene 40 años y cubre su calva con un elegante sombrero de paja. "Con 15 años fui con el carné de la OJE a ver a Lou Reed. Nos metimos en un supermercado a mangar un jabón y los grises nos ligaron. Toda mi vida esperando este momento para esto". Rafael no llora porque Dylan le haya defraudado. "Estoy feliz, pero nadie, con la guerra de Kosovo, nadie ha saltado a la arena. He venido a ver a Dylan y me he encontrado con la división de clases. No sé si será el whisky. He gritado: esto no es un auditorio con palcos. Es la plaza de toros. Esa arena ha sido siempre mía. Ha estado en Málaga la voz del siglo XX, la voz después de la voz". Y arranca a llorar de nuevo, dejando tras de sí un concierto muy civilizado.
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