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Tribuna:LA VOZ DEL PARLAMENTO DE ESCRITORES
Tribuna
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Kosovo y sus innumerables reencarnaciones

Los armenios se reconocen a sí mismos en Kosovo, entienden demasiado bien un mundo que hace la vista gorda ante la violación sistemática de un pueblo, y que incluso llega a insultar sus derechos y deberes históricos mediante la manipulación del lenguaje, inventando una sintaxis de negación en los testamentos de la realidad. Serán de los primeros en afirmar, y con indiscutible certeza, que como en 1914 se negó, 1939 fue inevitable, y 1999, antes impensable, se enfrenta a la conciencia del mundo en un juego ya lastimosamente familiar por lo repetido. También se reconocen los tutsi de Ruanda, aunque sus puntos de referencia sean diferentes: como Europa ignoró 1994, al menos hasta que fue demasiado tarde, 1999 fue inevitable. Todos los grupos de víctimas observan ciertos hitos en el camino hacia la amnesia, pero no necesitamos ser víctimas para cultivar un hábito de asociaciones prácticamente espontáneo, junto a las advertencias que éstas conllevan. A mí no me cuesta nada, por ejemplo, plantear una ecuación subjetiva: en mi sentimiento, Kosovo es igual a Ogoni. Todo ello tiene una inevitable proximidad. El ataque del Gobierno serbio contra los escritores, intelectuales, defensores de los derechos humanos y científicos kosovares, la despiadada ejecución de sus figuras más destacadas, hace pensar en el espantoso espectáculo del escritor y activista nigeriano, Ken Saro-wiwa, y sus ocho acompañantes balanceándose en el patíbulo. El enmudecimiento de las voces individuales, su empaquetamiento rutinario como materia prima a eliminar, no es más que el resumen simbólico de un proyecto mucho más vasto de mutilación, incluso anulación, de la cultura y el patrimonio, de la identidad y la creatividad, cuyo más comprometido exponente son esas voces.

Pero, haciendo una extrapolación mucho más directa, siempre hay a nuestro alcance un Kosovo en potencia. Sabemos que si, por ejemplo, el fallecido dictador nigeriano, el general Sanni Abacha, hubiera vivido lo suficiente para llevar adelante su plan de sometimiento total del pueblo nigeriano, Kosovo-Ogoni se habría convertido en la rúbrica del paisaje nigeriano. Ésta no es una idea retrospectiva, sino la advertencia que ya hice al mundo hace cuatro años, publicada en mi colección de ensayos The open sore of a continent (La llaga abierta de un continente):

"El denominado Destacamento para la Seguridad Interna está condenado a ser el único legado de Abacha a la nación, el anónimo carnet de socio de Nigeria para su ingreso en el club de los que practican la "limpieza étnica". Aunque pueda hacer aún más mella en la autoestima de Ogoni, me siento obligado a informar a estas víctimas que su agonía no es un fin en sí misma, sino un mero preludio, un modelo para la esclavitud total que se había planeado para otras partes de Nigeria... La tierra de Ogoni no es más, desgraciadamente, que el espacio perfecto para un asalto totalitario, que viene de lejos, sobre las áreas más libres, más complejas políticamente, de la polis nigeriana que se han atrevido a sacar a la luz y a enfrentarse a la obsesión de poder de una hegemonía militaro-civil minúscula pero obstinada".

Cambiemos una coma aquí y otra allí, pongamos en su sitio las diferencias de antecedentes históricos que han definido el presente, y nos encontramos con que los actos y políticas de cada una de esas hegemonías "obsesionadas con el poder pero obstinadas" contra su propio pueblo son idénticos. Los tanques no rodaron por Nigeria como han entrado en Kosovo, pero estaban preparados para hacerlo cuando el dictador pereció en una orgía de autoadulación. Este legado todavía sigue activo en la región petrolífera del Delta nigeriano, donde los testimonios personales de las víctimas es idéntico a los actuales sinsabores de los kosovares: raptos, violaciones y éxodo impuesto o instigado de los autóctonos. Últimamente ha habido un respiro. Sin embargo, hace sólo cuatro semanas, el ejército de ocupación se despachaba a sangre y fuego, acribillando a manifestantes inermes, saqueando y pillando, infligiendo la humillación del azote público a las mujeres y arrasando pueblos enteros, y, especialmente, destruyendo moradas y suprimiendo comunidades ancestrales.

Más allá de las inmediateces personales, Kosovo también equivale a Sudán, donde un régimen brutal e intolerante ha librado durante más de dos décadas una guerra similar contra una cultura y una identidad vigorosas, intentando depurar lo que considera el baluarte de impurezas culturales y religiosas que definen la percepción de una parte frente a otra. Kosovo, con marcadas diferencias en lo relativo a la organización, planificación sistemática y objetivos perseguidos, también se asemeja a Sierra Leona. La violencia contra el pueblo de Sierra Leona, ejercida por un autodenominado movimiento rebelde, desafía a la imaginación en su repudio de toda conducta civilizada con su pandemónium básicamente indiscriminado. Y, sin embargo, la caza selectiva, los ataques a los hogares de los artistas e intelectuales, como en el caso del poeta y novelista Syl Cheney-Coker, la fuga del ponderado crítico y poeta urbano Eldred Jones, inerme por estar prácticamente ciego, sirven para recordarnos que la violencia del poder, incluso del poder putativo, se desencadena siempre prioritariamente contra las mentes creadoras. Porque es siempre esa facultado individual la que se opone a los engaños y excesos del poder, por muy provisional, tenaz, seductor, acomodaticio o conveniente que sea para nuestros inmediatos intereses.

¿No fue acaso en el propio Kosovo donde la voz de un poeta serbio nos inspiró con su acento humanitario, con el eco de su voz a través de los calcinados restos de lo que un día fueron hogares, una voz ahora perdida para el eco familiar de sus deportados vecinos? Elevó su lamento contra la locura que se había apoderado de su país, y bien sabíamos que ése era el más peligroso sentimiento en una tierra donde las alabanzas del poder y su práctica política inundan los hogares, los cafés y las aceras, los parques y los lugares de trabajo. Desconocido, sin embargo, para nuestro hermano serbio, en la lejana Sierra Leona, el dolor parece haber perdido su voz, pero sólo se debe a que ha perdido la capacidad de la palabra. Se la han arrebatado los autoproclamados señores de su existencia; una cosa es perdonar al poeta y otra muy distinta que pueda cantar melodías que no se quieren escuchar. Y el escultor ha perdido los brazos, salvajemente mutilados por esos mismos redentores para que no predique el evangelio de su disidencia en el gráfico lenguaje de la madera y la piedra. Nos damos cuenta de que, entre el método quirúrgico de un Milosevic y el liderazgo juvenil de una patulea de gentuza y merodeadores que han convertido a Sierra Leona en un osario, sólo hay diferencia en el gusto por lo morboso.

Kosovo también equivale a la violencia, selectiva pero aleatoria, de Argelia, donde, como siempre, los escritores, artistas, cineastas, cantantes y periodistas son las principales víctimas de la epidemia de masacres sin sentido. Las llamamos "sin sentido" porque, aunque no sabemos si obedece a alguna clase de "sentido" instigar, movilizar e incluso ejecutar, su forma de actuar no es lo que nosotros, como creadores, identificaríamos como operaciones de la inteligencia y la imaginación que ensalzan la existencia humana y crean culturas y civilizaciones. No pueden tener "sentido" porque se emprenden contra los protectores y renovadores de la memoria y cultura de un pueblo, esa cristalización patente que atestigua la continuidad de la especie. Lo que se disfraza de sentido, lo que se manifiesta en la energía destructiva de políticos calculadores, tanto seculares como teocráticos, no es sino la sentina particular y oscura del sentimiento de la muerte que pretende actualizar sus fantasmas apocalípticos sobre la vitalidad creativa del mundo. Es terrible para la humanidad que consiga atraer incluso a mentes menos preparadas para moldearlas a su antojo.

La marca de Kosovo lleva el sello de Caín, incongruente ante el sabio y el anciano, esa metáfora de lo que un milenio agonizante debería ser, dignificado y sabio por la edad y la experiencia. Todos los que conocen bien esas aflicciones han respondido como debían, aportando ayuda material para el hambriento, el enfermo, el traumatizado y el desposeído. Y es responsabilidad final de las instituciones creadas para castigar esos crímenes contra la humanidad llevar ante la justicia a todos aquellos que deban responder por esos hechos. A la hora de borrar ese nuevo baldón, todos buscamos papeles acomodaticios, expresiones de solidaridad y afirmaciones de nuestra común humanidad. Los que pertenecemos al campo de las artes y la cultura, que sin duda también son sistemas de autopreservación, identidad y amor propio, hemos asumido la tarea de salvar en lo posible de esos escombros culturales, arrebatando a esa especie en peligro de su seguro aniquilamiento, a hombres y mujeres portavoces, intérpretes de esas culturas amenazadas. Hemos asumido la responsabilidad de establecer lugares de refugio para la cordura creadora. Es un proyecto que se traduce en birlarle una semilla a la destrucción, recogerla de entre las llamas, salvándola del cieno, preservándola en lugar seguro no sólo para la posteridad, sino para devolverla un día a su campo natural de germinación, allí donde pueda comenzar un nuevo ciclo creativo.

Wole Soyinka, escritor nigeriano, premio Nobel de Literatura, es presidente del Parlamento Internacional de Escritores (PIE). Este texto es el primero de una serie de escritores del PIE que, expresándose desde Belgrado o Tirana, Roma o Trieste, Barcelona o Madrid, Estambul, México, Nigeria o Vietnam, pretenden oponerse a la retórica humanitaria con su resistencia a los clichés, a las metáforas guerreras, a la trivialización de lo humano.

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