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Helicópteros y almas

Todo viene del cielo. Todo nos cae encima desde arriba, desde una altura que apenas es alcanzada por los ojos más avezados, por la conciencia más larga. Por el cielo transitan las miradas y las más elevadas ideas, al cielo recurrimos cuando alzamos la vista necesaria, porque lo que se ve ahí arriba nos supera y nos confirma en la conciencia de nuestra pequeñez, nos interroga en lo relativo más íntimo, nos da las alas para trascender la ínfima expectativa de nuestro contorno.Como caídas del cielo nos aplastan las peores noticias. Pero es también en el cielo, por su esencia intangible, inabarcable, donde muchos ubican la salvación, por su naturaleza etérea e infinita, tan parecida al alma, o a su lugar. La salvación es el cielo. Por eso, aun las peores noticias, las que nos caen encima como una tromba de desgracia, pueden también llegar, surcando la fatalidad, esquivándola, al borde de la salvación, a bordo de un helicóptero.

Al final de esta Semana Santa, que había dejado Madrid como un lugar propicio para el silencio y para el paseo, nos llegó, caída del cielo como un trueno seco y total, la noticia del accidente. Lo que había comenzado como un regreso sereno y calculado por tierra se volvió urgencia precipitada por el estruendo de los helicópteros, trayecto que pareciera querer superar los límites escasos del espacio y del tiempo conocidos para que el aire fuera lo adecuado a la prisa de una lección primordial.

La vida, aun al borde de la salvación, llegaba, como muchos saben que no puede ser de otro modo, desde el cielo, desde el lugar de los ángeles. Y los ángeles de la guarda pueden traerte volando a bordo de un helicóptero, protegiendo tu fragilidad con sus alas de hélice.

En la puerta del pabellón de la UVI del Hospital Doce de Octubre de Madrid, mientras esperábamos una información mucho más lenta que nuestra expectativa, veíamos acercarse los helicópteros como hinchados vientres rojos que pudieran dar nuevamente la luz. Y su estruendo, como el de la vida, nos estremecía y nos dejaba su huella de dolor y también de esperanza.

La representación de la realidad, en forma de redondo fuselaje, superaba, en esos momentos de desconcierto grande, a la propia realidad, que ya se había impuesto, incontestable. Todos mirábamos por un instante al cielo y sentíamos que la fe viene de arriba y aterriza en segundos. Entonces recordé algo que cuenta el escultor Oiza para explicar, poniendo de ejemplo el Partenón, cómo la representación de la realidad supera tantas a veces a la realidad misma.

Para ello toma como referencia un relato de Sánchez Ferlosio en el que un padre, sereno tras el trágico accidente de su hijo, toma conciencia de su dolor al ver tendida al viento la ropa de su niño. En nuestra tarde aciaga, los helicópteros de emergencia de la Comunidad de Madrid aparecían como surreales metáforas de la fatalidad y, a su vez, de la esperanza.

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Porque la realidad son tubos de respiración asistida, monitores que indican las más tenues constantes, catéteres y vías de morfina, el excesivo blanco de las sábanas. La realidad es un segundo perpetuamente trastocado, un espacio invadido permanentemente por el choque.

Pero la realidad, también, muchos lo saben, es un alma que no sufre fracturas, un alma intacta de hematomas, bella y buena, sólida en su sonrisa, elevada muy por encima del accidente terrestre que es nuestra existencia; es un alma intangible y, por tanto, intocada.

Y un alma bella y buena no va al cielo sino que viene del cielo para acompañarnos con el esplendor de su esperanza, para darnos la fe en lo suyo mejor que ya nos enseñara.

Y como a un alma sólo se puede hablarle como quien ora, yo dispongo estas frases de amor como la sola oración que acierto a pronunciar, las esparzo en el aire para que suban hasta la salvación del cielo, para que vuelen y aterricen un instante sobre ese pabellón del Hospital Doce de Octubre y se posen como si pudieran ser las palabras mejores, aquellas palabras que reconforten, traídas con urgencia desde los helicópteros del alma.

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