Senecta I
Esto de comunicarse con el prójimo a través del medio de comunicación es un alto privilegio. El rincón más modesto, la remota esquina en la escondida página par de un periódico cualquiera -no digamos de la envergadura intrínseca de EL PAÍS-, significa una empinada y solitaria responsabilidad, aunque no siempre sea recíproca. Es preciso discurrir por cauces que parezcan novedosos, coherentes con el entorno tipográfico, buscar la noticia, el asunto coordinado con el espacio donde va impresa la columna. Resulta lícito sorprender al lector, pero antes hay que prevenirle. La gran firma periférica lo tiene más fácil en la ganada fidelidad de los seguidores y el trato familiar con los latiguillos y conceptos que son los esperados. Para los modestos galeotes del columnismo, por ejemplo, la memoria histórica es algo en continua reválida y persiste la necesidad de servir el relato homeopático con pretensiones de levantar una estimable cuota de interés. Es difícil circular por tramos que conserven o revelen cierto aroma de originalidad.Echamos, entonces, mano del propio jugo, el que exprimimos cada día de nuestra naturaleza, la de las gentes que bordean la vista panorámica sobre la existencia. Cuando ha transcurrido un tiempo largo empieza uno a considerar que le pertenece el futuro, un trozo intransferible del mañana precioso, escaso, tasado. El porvenir no es asunto de la gente joven, ni siquiera de la madura; ellos tienen el aliento, la espejeante y varia oferta vital que en poca parte depende de ellos y latamente del tapiz, más o menos frondoso en el envés, por donde se entretiene el hilo de la vida. Al anciano de hoy no le sirve el pretérito, que en nada o casi le condiciona, sino el gesto cotidiano -lleno de curiosidad y temor- al levantar la tapa que disimula lo que va quedando, hasta el momento que no quede nada. En ese cósmico tramo está el futuro, que puede dar para un verano más, otra gripe maligna, seis telediarios.
Quienes andamos por esos corredores aún podemos ofrecer alguna novedad, siquiera sea de dudosa aplicación. Es el estado indeciso natural, la arena de los naufragios, la conformidad en el desamparo, el boleto que hemos ganado, lo que nos adjudican, personal, intransferible, innecesario. Somos los viejos la grey creciente que ocupa un espacio por la simple impenetrabilidad de los cuerpos, y ahí permanecemos cada vez durante más tiempo, clónicos, innumerables, salvando el pellejo entre las morbideces que remedian los inmensos recursos de una medicina renovadora de casi todas las prórrogas. El cuerpo, la envoltura, depende más de ayudas y prótesis que del íntimo patrimonio. El estado de sanidad empareda un par de dolencias e incluso referirse al aspecto rozagante del robusto anciano fue antaño un símil de referencia a personas que andaban por la cincuentena. Pasamos la vida envejeciendo, y ello obliga a que lo hagamos de la forma más correcta y educada posible. Nada ni nadie vuelve atrás y la cuestión se convierte en asunto de procedimiento.
No se sabe en qué momento preciso desapareció, de facto, la institución del médico de cabecera, transformado en médico de familia, que rara vez traspone el umbral familiar. Se obvian muchos trámites y ya nadie nos pide que enseñemos la lengua y digamos "treinta y tres". Para contento de la boyante industria farmacéutica existen millares de productos -en general inocuos, dicho sea para sosiego de aprensivos- de gran eficacia en los males imaginarios, que satisfacen y tranquilizan al enfermo y permiten a los facultativos disfrutar de los fines de semana.
Cuando la enfermedad -generalmente crónica- ha tomado casi todas las salidas se revela como lo más sensato avisar a una ambulancia e ingresar en urgencias hospitalarias. Hay que afinar mucho, pues el abuso es contraproducente e indigno. Un misterioso sentido nos dice cuándo las decaídas fuerzas están llegando al límite, desde el que -con suerte- despegar una vez más. De esas voluptuosidades terminales querría darles una versión, en absoluto lóbrega, optimista, incluso. Viene a ser -lo digo con las mayores reservas- parejo a la singular condición del cinéfilo. Un relato de la vida al revés, tomando carrerilla desde la frontera de allá, o cómo, cuándo y en qué condiciones una persona decente puede ingresar, con cierta dignidad, en el servicio de urgencias de un gran hospital madrileño.
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