Moribundo siglo XX
PEDRO UGARTE El fin de siglo dará lugar en los próximos meses a incontables recapitulaciones acerca de nuestro tiempo. El balance tendrá aspectos positivos pero proporcionará también lúgubres recordatorios. Y quizás la vertiente más sombría será la política, donde el saldo final no va a traernos nada bueno. Nuestro siglo no ha sido original. Ha costado deceniosde esfuerzo asentar ese invento del siglo XIX que es la democracia parlamentaria. Políticamente, el siglo XX ha sido poco creativo, aunque a la vista de sus ocurrencias más nos hubiera valido que lo hubiera sido aún menos. Dos han sido las aportaciones a la ciencia política de esta centuria que termina: el invento del fascismo (la única ideología, rigurosamente hablando, alumbrada en los últimos cien años) y la visualización del comunismo. En definitiva: la política del siglo ha amargado la vida a demasiada gente. Estamos acostumbrados a utilizar el adjetivo "decimonónico" con matiz peyorativo. Y sin embargo la democracia parlamentaria o la ciencia positiva son concepciones del siglo pasado. La soberbia histórica nos impide apreciar convenientemente el saldo de nuestro propio tiempo: si el siglo XX ha intentado algo es destruir esa valiosa herencia. La guerra ha dejado de ser una confrontación localizada entre ejércitos profesionales para afectar directamente a millones de civiles. Los tiranos que modelizaba Aristóteles en su Política eran unos lilas en comparación con el implacable Stalin. Por otra parte, los métodos para el exterminio genocida se han optimizado hasta extremos increíbles. Si alguien aludiera a que, sin embargo, en este siglo el ser humano ha puesto su pie en la Luna habría que darle una sonora bofetada: incluso en ese aspecto el suceso ha sido una anécdota, algo así como las visitas a América de los vikingos, que no cambiaron la historia, cosa que sí hizo Cristóbal Colón varios siglos después. Se habla mucho de etnocentrismo o antropocentrismo. Quizás habría que hacer alguna referencia a esa constante tentación de la humanidad por conceptuar su tiempo, su propio tiempo, como el mejor de toda la historia. Haciendo abstracción de la revolución informática (que nos ha salvado por los pelos) y de notables avances científicos, el siglo XX poco ha dado que no estuviera apuntado en el siglo pasado. Lo que quedará en los libros son los hornos de Hitler, las bombas atómicas o el sida, y no sería extraño que, a los seres humanos del futuro, esta época de ciudades laminadas por los bombardeos y de genocidios repartidos por el mundo les parezca un período tenebroso, donde ciertamente nadie podía vivir tranquilo. Al final, lo mejor del siglo ha sido la recapitulación, el arrepentimiento. Nos hemos quedado, en política, con lo mejor del siglo XIX: un razonable liberalismo parlamentario. Hasta en las artes hay cierta resaca ante tanto y tan brutal experimentalismo. Y si en literatura se han escrito en este siglo las cosas más extrañas, la conclusión ha sido regresar a las narraciones lineales, a las historias construidas sobre cánones rigurosos y cuidados. Pero nuestro tiempo pretenderá engañarnos. El dudoso siglo XX dará sus últimas bocanadas intentando convencernos de sus maravillas. Algunos sin embargo no estamos muy dispuestos a aceptar esa ridícula patriotería de la contemporaneidad. Claro que las cosas podrían considerarse de otro modo: acostumbrados a los dígitos de finales de milenio, podemos hacernos una idea de lo que pensarán de nosotros los habitantes del año, por ejemplo, 2999: el año 2000 les parecerá una tenebrosa tiniebla de la historia, algo parecido a lo que siempre hemos pensado nosotros del mundo del año 1000, aquel tiempo neblinoso y rudimentario, donde todo debía de ser muy triste. Quizás esos remotos hijos nuestros nos verán del mismo modo: con compasión, como los habitantes de un tiempo infeliz y desgraciado.
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